Cuando mi familia llegó a vivir a esta casa yo tenía 15 años; estaba recién construida, en la calle de Santiago Rusiñol de Madrid, sobre el antiguo estadio de fútbol Metropolitano, hoy corazón de la Ciudad Universitaria.
Junto al edificio, a modo de horrenda linde, un monumental socavón descendía, excavado hacia las profundidades metropolitanas, los cinco sótanos de garaje de nuestro edificio.
Nadie supo nunca explicarnos para qué fue excavado el socavón.
Al cabo de unos años surgió la esperanza entre los vecinos, pues el solar iba a ser destinado para la construcción de la parroquia de la zona. Pero no hubo suerte... La parroquia está dos calles más arriba.
Cuando terminé la carrera me fui de Madrid y estuve viviendo 16 años fuera; en cada visita a mi familia, imperturbable al paso del tiempo, nuestro odiado socavón permanecía, olvidado por su dueño: el Ayuntamiento.
En esta casa que hoy es mía, mi hija de 13 años me pregunta, cuando se asoma a las ventanas, para qué está ese socavón ahí, en mitad de Madrid, y no sé qué responder.
Aislado en el tiempo y en el espacio, se ha constituido en un hábitat con su propio ecosistema: unos 50 contenedores de basura, vallas de obras del Ayuntamiento de Madrid, sillitas de bebés, un par de chopos que han crecido casi por generación espontánea, los restos del último incendio que hubo y al que los bomberos no pudieron acceder pues no existe manera humana de hacerlo, monopatines y un largo etcétera que para ampliar más detalladamente tendría que observar con prismáticos.
Tengo 41 años y me sigo preguntando por qué el Ayuntamiento de Madrid mantiene el socavón, por qué no un pequeño parque, una piscina, un polideportivo para los críos, un bloque de pisos, un parking, por favor, lo que sea, pero si no lo quiere que lo venda. Quisiera poder llegar a ver la desaparición del socavón... de mi vida.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 23 de julio de 2002