La presentación de Sara Baras dentro del programa de flamenco del Teatro Real es de suponer que para ella significa una especie de consagración. Y de ahí la euforia y los detalles fuera de programa que se permitió sobre las estrictas y válidas normas de un teatro de ópera, como saltar desde el escenario al foso cubierto de la orquesta o hacer largos bises.
Sara Baras es una buena bailarina (ella misma se denomina así y no bailaora, consciente de la realidad estética del ballet flamenco actual), con acento firme y dibujo limpio, que se ha empeñado en una línea propia separada de tópicos y pintoresquismos en el entorno de la fusión. El resultado es correcto en su factura, algo frío y demasiado lineal en cuanto a progresión coréutica; desde la seguiriya inicial, la artista agota su fuste, lo consume. El exceso de taconeo, sin restarle importancia a este elemento de la danza española, llega a saturar. A eso sumemos una deficiente y excesiva amplificación del percutido en el suelo que lo deshumaniza y convierte en vulgar ruido. Algo parecido pasa con las voces (buenas en sí mismas) y con un violín que se atrevió a arriesgados juegos armónicos poco afortunados.
Como siempre en sus obras, hubo buenas luces, excelentes trajes y un conjunto de artistas jóvenes entrenados con brío. Un público veraniego y de aire informal aplaudió largamente.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 24 de julio de 2002