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DESDE MI SILLÍN

Las dos velocidades

Había oído hablar tanto de eso del ciclismo de dos velocidades, que decidí actuar como un mero observador infiltrado en el grupo y poder así descubrir a cuál de ellas pertenecía cada uno de los corredores; y ya de paso yo mismo, aunque el tiempo que iba cediendo en cada etapa de montaña me hacía tener sospechas claras acerca de cuál era la mía. Pero bueno, no me tenía que dejar engañar por la primera impresión, así que me puse manos a la obra.

Las teorías me hablaban de una velocidad lenta y otra rápida. Los lentos nunca podrían pasar a ser rápidos por razones evidentes. Y si pasaban comenzarían a ser sospechosos, claro está. Los rápidos podían pasar a ser lentos por factores como el cansancio o lo que comunmente se conoce como un reventón. Esta metamorfosis podía ser puntual (algo anecdótico) o perenne, para desgracia de los protagonistas, pero bueno, esto son cosas del destino, suelen decir. El caso es que una vez metido en tareas investigatorias descubrí que hablar de dos velocidades era generalizar demasiado, pues conforme fueron pasando los kilómetros y la carretera puso a cada uno en su sitio, comencé con el recuento y finalmente me salieron 160 velocidades, a una por corredor exactamente.

Lo irónico del tema es que por convencionalismos sociales, digo yo, cada uno adaptaba su velocidad a la de los demás, y así se formaban los famosos grupettos o autobuses en los que circulábamos como borregos. El instinto de manada, me dije autoconvenciéndome. Le comenté a un compañero mis averiguaciones, y él, asintiendo me dijo: si es que cada uno somos un mundo. Un mundo dentro de otros tantos, le dije yo sin caer en la profundidad de mis palabras.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 26 de julio de 2002