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COLUMNA

En el escaparate del poder

Durante este mes de agosto el lector encontrará cada día una página como ésta, en la que se contraponen dos imágenes de los últimos 20 años -los mismos que lleva publicándose la edición catalana de EL PAÍS, aparecida el 6 de octubre de 1982- donde se muestran los acontecimientos que han propulsado las grandes transformaciones vividas por Cataluña. Han sido dos décadas intensas. En ellas, la historia se ha acelerado haciendo buena la ironía de la maldición china que desea al enemigo 'que viva tiempos interesantes'. Lo que desapareció, por accidente o de forma deliberada, no se perdió en vano: ha servido para para dar cabida al futuro dispuesto a llenar el hueco y crear en él nuevos referentes.

Menos marqueses y más altos cargos. Menos industriales y más ejecutivos. Y sus esposas, claro. Lo perdido por lo ganado en 20 años del escaparate del poder barcelonés. Que eso era y eso es -nadie debe engañarse- el Gran Teatro del Liceo. Ayer y hoy difieren en las formas y se juntan en la intención, que sigue siendo la misma, por decirlo sin tapujos: lucir. Lucirse. Ver y ser visto en ese espléndido escenario de los happy few es, al fin y al cabo, lo que importa. Por los siglos de los siglos. Aunque hoy se revista de piadosa afición musical de calité lo que siempre ha sido pura y simple necesidad de reconocerse como miembro del clan.

Ellas, las marquesas antiguas -las pocas que había-, vestían a su aire; nunca tuvieron mucho dinero. Las industrialas, en cambio, rivalizaban en pertegaces y joyas de Puig Doria o de Roca. Tanto unas como otras eran vistosas, decorativas con sus trajes largos, sus pieles y sus joyas, antiguas o nuevas, pero siempre auténticas. No estaban allí, por cierto, para otra cosa. Los maridos, marqueses o industriales, cumplían su papel de acompañantes ejemplares del valioso florón femenino, su más definitoria condecoración personal. ¡Ay, que espectáculo lampedusiano ha perdido el presente!, dicen los admiradores de la condesa de Lacambra, versión barcelonesa de Madame Verdurin, que se exhibía en el proscenio izquierdo del primer piso. Por cierto, la condesa tenía en el proscenio de enfrente a Lorenzo Pons, descendiente de la virreina, de la Virreina, y luego tuvo a Juan Antonio Samaranch y a Bibis. No hacía falta que se saludaran. Todos se conocían. Hoy no me la imagino frente a frente con José Manuel Lara Hernández, aunque el rey de la edición hubiera estado mucho más entretenido en su proscenio que, sin duda, es el de referencia en el escaparate.

Ayer y hoy difieren en las formas y se juntan en la intención, que sigue siendo la misma: lucir

Las esposas de altos cargos y ejecutivos tienen ahora el handicap de que es muy posible confundir un Armani con un Zara. Además, Llongueras las peina para que nadie diga que llegan de la peluquería. Y eso es lo que a ellas les gusta. Todas trabajan y se les nota. Muchas son, a su vez, altos cargos y ejecutivas, así que son ellas, que ya pueden ser socias del inefable Círculo, las que acompañan a los hombres, o sea, a sus clientes, y les invitan a carísimos canapés en los nuevos reservados -ganados, milímetro a milímetro, al pasillo del primer piso- de los sponsors, los nuevos aristócratas empresariales. Los nuevos propietarios.

Los negocios, por tanto, se feminizan en el Liceo. Es un gran cambio, como el de los vestidos. Pero permanece ese estilo barcelonés de siempre: dosificar la ostentación, no cruzar la maldita raya resbaladiza del ridículo por exceso o por defecto. Debe de ser por esa razón que hasta las azafatas -más mujeres que hombres- visten del color de las butacas de la sala, o sea, de granate. Y se han tomado en serio su papel de policías de los pasillos: son ellas las que no permiten entrar a nadie una vez comenzada la función. ¿Quién lo hubiera dicho hace 20 años, cuando todo el mundo entraba y salía de la sala a placer? Ahora reina la disciplina catalana. No sólo en las normas de convivencia y en los gustos musicales, sino en todo aquello que contribuye a convertir el escaparate en santuario de la catalanidad oficial. ¡Quién lo hubiera dicho!

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 1 de agosto de 2002