En Santa Pola, en Alicante, amamos la pólvora. Pero la nuestra es una pólvora muy distinta de la que utilizan los asesinos. Nuestra pólvora es alegre, tiende puentes. Es una pólvora libre, de paz y festejo. Nuestra pólvora da vida, es la vida misma que explota. La pólvora encapuchada, la teñida de sangre infantil, ¿qué siembra? ¿qué cosecha espera? ¿qué pueblo podría construirse sobre estos cimientos? Seguiremos, libres y dignos, escuchando el estruendo de las mascletaes y las despertades y respirando su rastro de humo amable. Ellos, los otros, seguirán impregnados con el olor de la muerte. ¿Les estallaría la conciencia entre las manos algún día, si fuesen capaces de convertirse en personas?
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 7 de agosto de 2002