Cuando Rubens (que tenía entonces 26 años) daba en 1603 las últimas pinceladas a su retrato ecuestre del duque de Lerma, sabía que estaba ante uno de los hombres más poderosos de Europa: nada menos que don Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, el valido a quien había confiado el gobierno Felipe III de España y II de Portugal. Tan poderoso como corrupto, generoso, sensible, pero no muy cultivado, piadoso y mundano. Todo a la vez.
Rubens lo pintó en La Ventosilla, un palacete de recreo muy cercano a Lerma, que entonces no era más que un pueblo medieval edificado en lo alto de un cerro. Pero pronto todo cambiaría radicalmente: don Francisco quería su propia y exclusiva corte que cantara las glorias de su linaje y escenificara su poder. Y así lo hizo: en el plazo de veinte años reedificó prácticamente toda la villa y consiguió levantar en ella uno de los espacios más hermosos y sorprendentes del siglo XVII español.
Lerma se convirtió así en el escenario que exaltaba el esplendor ducal, y eso todavía se siente cuando uno pasea por sus calles empinadas. Aquí llegaron los mejores arquitectos cortesanos y levantaron sus edificios con elegancia y severidad escurialenses: a nombres como los de Francisco de Mora o fray Alberto de la Madre de Dios se deben las trazas del grandioso palacio ducal; de los seis conventos que el duque costeó, apadrinó y (en una paradoja muy suya) entregó a comunidades religiosas que defendían la pobreza absoluta como ideal de vida; de la nueva colegiata de San Pedro, cuyo abad no estaba bajo la autoridad del arzobispo de Burgos, sino sujeto directamente al Papa romano. En las sobrias fachadas de estos edificios se pueden ver las armas del duque: la banda cruzada de los Sandoval y las cinco estrellas de los Rojas entre festones de laurel. Con estas construcciones, Lerma adquirió su característico perfil afilado, con torres que cuelgan del cielo dominando la ancha vega del Arlanza. Si uno llega desde el norte, la perspectiva es inolvidable y se puede tener la ilusión de que muy poco ha cambiado desde aquella España de los Austrias de principios del XVII.
Pero Lerma no sólo era un conjunto de edificios de depurada arquitectura, que es lo que se ha conservado de forma casi intacta. El viajero se puede llevar una impresión muy equivocada si sólo atiende a su hermosura severa, que evoca mejor el ascetismo conventual que la alegría de vivir. Nada más lejos de la realidad: la villa era un lugar exquisito de recreo y contaba con enormes jardines, sotos y huertas, un embarcadero sobre el Arlanza, estanques, alamedas entre las que se levantaban pequeñas ermitas. Todo esto ha desaparecido en buena medida, y sólo los chopos que crecen en los márgenes del Arlanza disimulan el paisaje vulgar y feo que ha ido extendiéndose a los pies del pueblo y en los alrededores de la Nacional I. Quizá tampoco pueda imaginar el visitante que Lerma era, por encima de todo, una fiesta continua. Las frecuentes visitas de miembros de la familia real, la terminación de alguna obra patrocinada por el duque, el nacimiento y bautizo de una infanta, la llegada de unas monjas para ocupar uno de los conventos... cualquier ocasión era buena para prender fuegos artificiales, representar comedias, correr toros o sacar carrozas a las calles. Nos quedan las crónicas de aquellos ceremoniales fastuosos donde participaban los mejores artistas del reino -Góngora, por ejemplo- y se conseguía lo imposible: celebrar con igual entusiasmo el espíritu pagano y el religioso. Estas fiestas son evocadas ahora, tres siglos después, todos los meses de agosto con representaciones, conciertos, fuegos artificiales y desfiles que llenan de jolgorio barroco las calles. Este afán por recuperar el pasado también lo encontramos en el precioso disco que hace muy poco ha grabado en la propia colegiata lermeña el grupo británico Gabrieli Consort, que, bajo la dirección de Paul McCreesh, ha mostrado el esplendor de las ceremonias de traslación del Santísimo Sacramento a la nueva iglesia colegial de San Pedro en 1617.
Todo este espíritu hedonista y refinado se había perdido con la caída en desgracia del duque. 'A los altos montes hieren los rayos ardientes, de las mayores subidas hemos visto las más lamentables bajadas', le advertía el agustino Pedro de Maldonado. Y así se cumplió. Cuando el valido perdió la privanza del rey, víctima en buena medida de sus propias intrigas y su corrupción, cesaron las obras y las celebraciones. Los conventos que se sostenían por su patrocinio languidecieron, y poco a poco, las riquezas fueron saliendo de ellos y del palacio.
Una brigada de húsares
En el siglo XIX, los soldados franceses ocuparon Lerma y convirtieron todos sus conventos, sin excepción, en cuarteles, y en el palacio se alojó una brigada de húsares. José I y su hermano Napoleón pasaron por aquí, pero no fue para bailar ni para cazar faisanes. La villa más delicada y exquisita de la monarquía se había convertido en un lugar estratégico y cuartelario, y en este ambiente se desenvolvería la vida y la leyenda de otro de los hijos más famosos de la comarca, el cura Jerónimo Merino, el guerrillero reaccionario que luchará primero contra los franceses y luego contra las tropas de la regente María Cristina de Borbón. Hoy, el cura Merino, como buen soldado, tiene su tumba al raso, en mitad de la plaza de Santa Clara, frente al mirador que los del pueblo (y el poeta Rafael Alberti) llaman 'el balcón del frío'. Llegaron las desamortizaciones del siglo XIX y la mitad de los conventos se abandonaron. La colegiata y el palacio perdieron sus tejados de pizarra, sus chapiteles, y las torres quedaron mochas y arruinadas. Lerma quedó como un pueblón vetusto en un lado del camino. Durante la guerra civil, el palacio sirvió de centro penitenciario, con lo que se acabó de dar la vuelta a la rueda de la fortuna. Ya sólo quedaba resurgir, volar otra vez como el ave fénix de una fiesta barroca.
Y así ha ocurrido. La rehabilitación en curso del palacio para convertirlo en parador nacional de turismo ha devuelto sus flechas al perfil del pueblo y su hermosa arrogancia. El viajero que conozca su pasado sabe ya que toda la belleza severa del pueblo es una máscara, que está en un enorme escenario concebido para la ceremonia y la fiesta más amable y ruidosa. Nadie se arrepentirá de llegar a Lerma y participar en ella.
GUÍA PRÁCTICA
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 17 de agosto de 2002