Hace tres semanas que Carlos Arturo llegó a Madrid. No era la primera vez que salía de Colombia. Sólo en los dos últimos años había estado en Caracas, Miami, La Habana y París. La policía cree que trabajando en lo suyo. Carlos Arturo Vázquez Bermúdez, hijo de Ariel y Rosa Mary, nacido en la provincia de Quindio el 3 de mayo de 1963, era lo que se da en llamar un sicario, un asesino a sueldo. Su trabajo consistía nomás en llegar a una ciudad, agenciarse una pistola o un revólver, localizar a su víctima y dejarla frita de un disparo o dos.
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Ésa era la ocupación principal de Carlos Arturo y por eso siempre viajaba con el billete de vuelta en el bolsillo. A Madrid no. A Madrid llegó hace tres semanas con lo puesto, sin ningún pasaje de regreso. Quizás porque en esta ciudad lo esperaba Liliana Patricia Gutiérrez, su enamorada, y tal vez pensara en establecerse aquí por un tiempo, trabajar de ladrón de pisos (apartamenteros los llaman allá), ajustador de cuentas o sicario.
Lo que la policía descarta tajantemente es que Carlos Arturo tuviera pensado retirarse o llevar una vida decente. Nadie que va a jubilarse consigue en dos semanas tres pistolas, una de ellas con un amplio historial de crímenes, lo que en el argot se conoce como una pistola con ruina. Carlos Arturo también tenía un socio. Se llamaba John Danilo.
O, mejor dicho, se llama. Porque John Danilo Porras, de 23 años, sigue vivo. En la cárcel por una buena temporada, pero vivo al fin y al cabo. Carlos Arturo, sin embargo, murió el pasado lunes, unas horas después de matar a un inspector de policía y dejar malheridos a los otros dos agentes que intentaban detenerlo. Fue en el número 18 de la calle de Francisco de Madariaga de Madrid, a eso de las dos de la tarde. Los policías llevaban rondando por allí toda la mañana. Tenían dos órdenes de detención, una para John Danilo y otra para Carlos Arturo. Sus huellas dactilares habían aparecido en dos tazas del bar JM, donde el sábado anterior había muerto un camarero ecuatoriano, cosido su cuerpo con 17 puñaladas, demasiada saña para un botín de 600 euros en monedas.
Cuando los de Homicidios llegaron al bar se encontraron dos tazas de café sobre la barra. Una de ellas tenía las huellas de un antiguo empleado; su nombre: John Danilo. Además, por la hora del crimen, seis de la mañana, nadie más que el asesino y su compinche había podido desayunar allí, así que fueron a detenerlos. Les dieron el alto al estilo de Madrid, pero ellos abrieron fuego a la manera de Bogotá.
Nadie se esperaba que Carlos Arturo, sin ni siquiera mediar palabra, tirara de pistola y acribillara a los secretas que venían a por él. Tan sorprendente fue la reacción del colombiano que los agentes no llevaban puestos chalecos antibalas ni tampoco habían desenfundado las pistolas. Para cuando lograron abatirlo, Carlos Arturo ya se había llevado por delante al inspector Salvador Lorente, de 48 años.
-¿John Danilo se llamaba? Es que no falla...
Quien se pregunta y sonríe socarrón con la respuesta afirmativa es un alto oficial de la policía colombiana. Se refiere a la afición que triunfa entre la población más marginal de su país por ponerles a sus hijos nombres de ricos o de famosos, nombres extravagantes o extranjeros.
Así lo explica el escritor Fernando Vallejo en su novela La Virgen de los sicarios: "Tayson Alexander, por ejemplo, o Fáber o Eder o Wílfer o Rommel o Yeison o qué se yo. No sé de dónde los sacan o cómo los inventan. Es lo único que les pueden dar para arrancar en esta mísera vida a sus niños, un vano, necio nombre extranjero o inventado, ridículo, de relumbrón. Bueno, ridículos pensaba yo cuando los oí en un comienzo, ya no lo pienso así. Son los nombres de los sicarios manchados de sangre. Más rotundos que un tiro con su carga de odio".
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 18 de agosto de 2002