He sido testigo y paciente sufridora de los cambios que han transformado Barcelona en lo que es hoy y me he convertido en embajadora y en la mejor guía turística de la ciudad que amo para amigos, conocidos e incluso turistas despistados que me preguntan por el metro, por cómo llegar al parque Güell o dónde comprar azafrán.
Por eso me duele más el que, acompañando a mis amigos de visita por la ciudad, tenga que identificarme como barcelonesa para que les traten mejor. He sido testigo de cómo una frutera de La Boqueria se equivocaba repetidamente y siempre a su favor, al dar los cambios. Han intentado timar a mis amigos en los restaurantes y en los taxis... Estaban prevenidos de los ladrones por la calle, de los tirones..., pero no imaginé que se llevarían esta imagen tan negativa del trato de algunos barceloneses. Son turistas, pero no tontos. A esto se une la suciedad de las calles del casco antiguo, los mendigos durmiendo por las aceras y las sillas de tortura de la plaza del Rei en noches del Grec.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 26 de agosto de 2002