El 22 de setiembre de 2000 tuve la oportunidad de conocer Zabalaga (Chillida-leku). Lo hice en unas condiciones un tanto especiales. Procedíamos al traslado de dos de sus obras más famosas e internacionales, Berlín, hoy día expuestas junto al edificio de la Cancillería. El día era gris y fresco. Todos los que participábamos en la operación de carga y anclaje sentíamos algo especial cuando veíamos moverse las esculturas de acero. Las cerca de 80 toneladas de peso de cada pieza nos puso en algún que otro aprieto. Sin embargo, recuerdo que las cadenas que aprisionaban la escultura parecían no querer dañarla. El color del acero se confundía con el día. Los brazos se aferraban a la base, incluso saludaban durante su movimiento pendular mientras dos grúas de gran tonelaje la mecían. Su inmensidad también tenía vida y espacio. Cuando las tumbamos no parecían cansadas, pero creo que el viaje hasta el puerto de Pasajes, y después hasta Hamburgo, no les gustó. Creí escuchar algo durante los pocos kilómetros que separan Chillida-leku del puerto. Entre las sirenas y mi misión de guiar al transporte los sonidos se confundían, pero algo oía.
Alejándome del pequeño puerto de Pasajes paré para echarles el último vistazo. Me entraban ganas de abrazarlas y de raspar mi cara contra el acero. A Chillida creo que le debo entender mis sensaciones observando sus obras. Lo que ya no podré preguntarle es si él también escuchaba lo que sus obras nos decían.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 30 de agosto de 2002