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Crítica:'SALVOCONDUCTO' | CINE

Un tropiezo a la inteligencia

Es Salvoconducto una película compleja e intrincada, no fácil de seguir, llena de recovecos argumentales y de complicidades escondidas en rincones de la memoria de la vida francesa de mediados del siglo XX y, sobre todo, de la memoria del cine francés y de las huellas -o, más grave, de la falta de huellas- de algunos cineastas verídicos dentro, o en los alrededores, del avispero de la Resistencia, en los oscuros años del Gobierno títere de Vichy, la infame sucursal francesa de Hitler.

Hay ambición -y mucha, tal vez demasiada- en este empeño, ciertamente erizado de dificultades, de Bertrand Tavernier, que, no obstante, ha quedado muy lejos de hacer en Salvoconducto una de sus grandes obras. Es una película sin duda muy arriesgada, y por ello interesante, a ratos incluso excelente, pero como conjunto está desequilibrada, pues a ratos se acartona y su secuencia fluye sin agilidad y distinción, casi torpemente, y se agarrota en amplias zonas de su demasiado largo metraje. Hay inteligencia dentro de este error, pero esto lo hace más visible.

SALVOCONDUCTO

Director: Bertrand Tavernier. Intérpretes: Jacques Gamblin, Denis Podalydès, Charlotte Kady, Marie Desgrandes y Maria Pitarresi. Género: Drama. Francia, 2002. Duración: 170 minutos.

Se hacen tediosos -e indescifrables, lo que desconcierta en un cineasta como Tavernier, dotado del don de la claridad- esos largos pasajes, que resultan fatalmente sosos, en exceso minuciosos, desprovistos de concisión, faltos de agilidad y aplastados bajo el peso de la rígida ambición que arrastran. Y tras esta ambición se perciben ráfagas de un mal aire de suficiencia, pues da la impresión de que Tavernier pretende no sólo contar un pequeño e intenso capítulo desconocido de la historia de Francia, sino también hacer él historia de Francia, impregnando a su pretensión con un destello involuntario de pretenciosidad. Hay rigor y solvencia en lo que hace, pero no hay gracia, ni transparencia, ni luminosidad en eso que hace.

En su país, Salvoconducto encontró en su estreno una insalvable muralla negadora en algunas zonas del cine y de la crítica cinematográfica. Algunas concreciones de esta negación fueron duras de concepto, y casi rozaron la descalificación del cineasta en cuanto tal, lo que, aunque Salvoconducto no sea una película en sí misma convincente, mal huele a arbitrariedad. Pero Tavernier es un cineasta de los que no necesita demostrar su maestría y su oficio, ya que tiene detrás obras del calado de L627, La vida y nada más, Hoy empieza todo y otras de talla similar, que inevitablemente acentúan con su fuego y su viveza la mortecina grisura de Salvoconducto.

El relato del trenzado de la aventura, la comedia y la tragedia en que se convirtieron los intensos itinerarios del joven aspirante a director Jean Devaivre -que permite a Jacques Gamblin hacer una interpretación vigorosa, vibrante y emocionante, que es lo mejor con mucho del filme- y del guionista Jean Aurenche, admirablemente interptretado por Denis Popodalydès, llenan de verdad la columna dorsal de Salvoconducto, que, por desgracia, es muy superior a la abundante paja que la arropa, sin enriquecer ni complementar a la aventura de estos dos nítidos personajes verídicos.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 30 de agosto de 2002