Una moda recorre España: la fermentación y crianza de los vinos blancos en barrica de roble nuevo. Ensamblar el aroma intensamente frutal de la uva chardonnay con la aportación de la madera de roble y su cohorte de especias, tostados y humos puede producir un agradable contraste de juventud y madurez, suavidad y frescura. Es el ideal perseguido por los bodegueros más prestigiosos, que en Borgoña sientan cátedra. Ahora bien, no todos saben hacerlo correctamente: se abusa del roble como el nuevo rico. Para que la aportación del roble en la fermentación, y en la posterior crianza sobre lías, mejore y enriquezca un vino, hace falta algo más que buena madera y muchos euros. Hacen falta sensibilidad y una gran sabiduría que sólo se adquiere con la experiencia. Porque el buen uso del roble es todo un arte que no se puede suplir con inversiones millonarias en parques de barricas nuevas de flamantes toneleros. Bien al contrario, el uso y abuso de maderas nuevas, incluso de altísima calidad, puede tener consecuencias nefastas: el afogamiento del humo y las notas tostadas, la sequedad del roble que acartona el paladar, un vainillazo empalagoso. Pero cuando se utiliza el roble con acierto, el chardonnay adquiere cuerpo, cremosidad, elegancia y una complejidad exquisita, colocándose a la cabeza de los mejores blancos del mundo. Por eso, bendita sea la buena madera, pero tocada por mano maestra.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 7 de septiembre de 2002