El 11 de septiembre de 2001 a las tres de la tarde regresaba de trabajar de la bodega y me disponía a comer en solitario mientras veía la tele. Al principio, al ver el humo en una de las Torres Gemelas, un sentimiento de angustia me invadió, ingenuamente pensé enseguida: Dios mío, un incendio!, espero que puedan controlarlo. Después de ver todo lo que pasaba un sentimiento de frustración y rabia me hundió en el sofá y me dejó enganchado hasta las tres de la madrugada. Al ver aquellas dos joyas del ingenio humano transformándose en ruina, notaba como se destruía una parte de mí mismo, la muerte de una parte incuestionable de nuestras ideas, de nuestra manera de ver la vida y en definitiva de nuestra libertad. Días después, algunos amigos y conocidos, militantes todavía de mayo del 68, hablaban con una impudorosa insensibilidad de aquellos hechos: Que es foten els americans!, decían. Si aquella indiferencia me escandalizaba, más aún me hería la ceguera romántica de muchos colegas que se empeñaban en justificar los hechos apelando a la tradicional inmoralidad de la política exterior norteamericana. Me niego a caer en la trampa de debatir el más mínimo argumento justificador. Ahora un año después del 11 de septiembre la amenaza de la violencia derivada del fanatismo religioso se ha convertido en un aspecto cotidiano de nuestra existencia. Todos los avances que los occidentales hemos ido consiguiendo estos últimos tiempos hacia el laicismo librepensador están en peligro. Las libertades civiles que tanto sufrimiento han costado conseguir están ahora cuestionadas por el integrismo islámico. No estamos seguros.
Rafael Poveda es enólogo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 10 de septiembre de 2002