En la Costa del Sol jamás se ha reparado en el color ni en el olor del dinero. Quizá por eso, aquí se concentra la mayor parte del patrimonio del crimen organizado en España, que, según la policía, ascendería a un billón de pesetas. No es necesario ser paranoico para sospechar de algunos de los personajes que aparecen por la costa con la promesa de nuevas inversiones inmobiliarias, la actividad, dicho sea de paso, más propicia para el lavado de dinero.
Desde hace varias semanas, la ciudad de Málaga está viviendo un episodio urbanístico que tiene ingredientes propios de una mala novela policíaca: informes escamoteados, dictámenes sin membrete... La recalificación de suelo rústico en la zona más privilegiada de Málaga permitirá construir más de 10.000 metros cuadrados de apartamentos y hotel, además de los 8.000 metros que ocupará un centro deportivo-religioso-cultural hispano-ruso. Detrás de todo ello está un promotor inmobiliario, Vladimir Beniachvili, que sin duda mamó la retórica soviética de la amistad entre los pueblos. Es injusto, pero hay que admitir que la nacionalidad del promotor no le beneficia en nada. Tampoco le beneficia su reciente pasado: colaboró con el ex alcalde de Estepona, Jesús Gil Marín.
Pero lo más grave del caso no es el desaguisado urbanístico, a pesar de que el complejo ruso se levantará en los pinares de San Antón, el mejor rincón de la ciudad, y de que el solar se encuentra en una zona en la que existen especies vegetales en peligro de extinción. Lo más grave es que, gracias a este asunto, el Ayuntamiento de Málaga terminará convirtiéndose en socio de Beniachvili, lo que supone, de hecho, el respaldo y aval de este promotor: será finalmente una Fundación -de la que el Ayuntamiento poseerá la mitad- la que administre el Centro Hispano-Ruso.
Si damos por bueno que el complejo es un proyecto en el que no existe ánimo de lucro, el beneficio no estaría en el fruto directo de la especulación urbanística, sino en los contactos privilegiados y la pátina de respetabilidad de la que se beneficiarían Beniachvili y sus eventuales socios y amigos. La Fundación del centro obligaría al alcalde de Málaga a compartir mesa con un promotor por el que no debería poner la mano en el fuego; no por ser ruso -o, más bien, georgiano, según su apellido-, sino porque no parece prudente que un alcalde avale a ningún promotor.
Afortunadamente, nuestra economía ya no es lo que era y se puede -y se debe- prescindir de inversiones que no están demasiado claras. El Ayuntamiento de Málaga ha perdido recientemente la oportunidad de recuperar los terrenos que vendió hace cinco años a una fundación saudí para construir una mezquita y una escuela coránica: al haber transcurrido más de tres años sin que se iniciaran las obras, la corporación podía haber reclamado el terreno y devuelto el dinero, con lo que habría hecho un gran negocio porque hoy vale mucho más. Pero la estancia en Marbella del Rey Fahd ha devuelto energía al proyecto y, si nadie lo remedia, los intransigentes wahabitas contarán en España con un nuevo centro de adoctrinamiento.
Quizá sea hora de que comencemos a reparar en el olor del dinero. El que huele a sangre y tortura no es difícil de detectar.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 4 de octubre de 2002