En el mes de julio de 1936, las tropas rebeldes del general Franco arriaron de los ayuntamientos de Galicia la bandera tricolor que, cinco años antes, había izado la voluntad libre y democrática de los españoles. Un mes más tarde, mi abuelo, que había teñido la bandera legítima de su pueblo, pagó con su vida su servicio a la república, asesinado por las pistolas falangistas y abandonado en una cuneta. Fue aquel agosto de 1936 un mes de infame memoria en que todos los rincones de Galicia se llenaron de huérfanos y viudas: entre ellos, mi padre y mis tíos; entre ellas, mi abuela.
Comprenda usted, señor director, que, aunque los colores de la bandera rebelde fueran refrendados por la nueva democracia española, ellos no puedan ser mi bandera. No, mientras no se honre adecuadamente la memoria de quienes en su momento fueron fieles a la democracia; no, mientras sus huesos yazcan sepultados en fosas comunes; no, mientras los herederos ideológicos de los rebeldes (le recuerdo que el fundador del Partido Popular fue ministro del genocida Franco) gobiernen en España sin condenar aquellos crímenes, aquel motín y aquella dictadura. Desgraciadamente, sin embargo, el reciente homenaje a la bandera no parece augurar que dicha condena se vaya a producir algún día; los herederos del régimen, embriagados por el ejercicio del poder, sintiéndose invulnerables, regodeándose en su arrogancia y en su éxito, cual antiguos caudillos cobrándose su botín de guerra, prefieren avivar viejas heridas y humillar a los vencidos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 8 de octubre de 2002