Selecciona Edición
Selecciona Edición
Tamaño letra
Crítica:PREMIOS PRÍNCIPE DE ASTURIAS

A la busca de la autenticidad

Con la entrega de los Premios Príncipe de Asturias 2002 coinciden en las librerías nuevos libros de y sobre tres de los galardonados: de Arthur Miller, Asturias de las Letras, se edita una antología de sus ensayos y reportajes durante medio siglo; de Woody Allen, Asturias de las Artes, aparece un estudio que analiza su humor desde el punto de vista filosófico, y de Edward W. Said y Daniel Barenboim, Asturias de la Concordia, una conversación sobre música que deriva en temas como la identidad y la integración pacífica.

Aunque la filosofía nazca del asombro, el humor es una pieza fundamental de todo pensamiento con aspiraciones metafísicas. Es difícil imaginar qué sería Platón sin la ironía socrática, Nietzsche sin su sarcasmo, Spinoza sin su mordacidad satírica, Hegel sin su ácido retintín o la filosofía del lenguaje sin el nonsense. O quizá sí que podemos imaginarlo: una metafísica que no sea capaz de reírse al menos un poco de sí misma puede acabar siendo una metafísica de risa. En esta Filosofía del humor, Vittorio Hösle hace un elegante repaso de las 'teorías filosóficas' de lo cómico para intentar explicar en qué consiste el humor de Woody Allen, a menudo calificado como 'intelectual'. Este adjetivo puede apoyarse en los guiños del cineasta que requieren la complicidad de los espectadores (y traductores) cultos, como cuando hace decir a una modelo casquivana que ella es 'perverso-polimorfa', un gag que sólo pueden entender los lectores de Freud. Pero este tipo de mecanismos no es lo fundamental en la comicidad del autor de Manhattan. Hösle nos muestra enseguida el rasgo que comparten todos los protagonistas de Allen: su sistemático fracaso, especialmente en aquello que parece constituir su meta esencial, a saber, la búsqueda de pareja. En esta figura de lo ridículo cabe ver una parodia del adulto hipercivilizado que intenta en vano producir artificialmente mediante la cirugía, la autoayuda o el psicoanálisis lo que en realidad no se puede calcular, es decir, la felicidad. Pero Hösle también nos hace ver que el carácter reflexivo de ese fracaso: no nos reímos solamente del romanticismo neurótico de esas criaturas, sino que más bien nos reímos con ellas, porque ellas también se toman un poco a broma su propia ruina. Y el impulso que permite a estos personajes no tomarse demasiado en serio sus frustraciones tiene una raíz más honda: no emana de una crítica hecha desde la espontaneidad de la vida contra la reflexividad de una razón que querría controlarla, sino que, al contrario, nace de una profunda queja contra la vida, no por su carácter incontrolable o incalculable, sino por su condición profundamente injusta. Su reproche contra la vida es moral, porque -como repite insistentemente Hösle-, al igual que tantos otros cómicos al menos desde Aristófanes, Allen es ante todo un moralista, y la incapacidad de sus protagonistas para disfrutar de la vida arraiga en un sentimiento de culpa de índole religiosa o metafísica, magistralmente expresado por Danny Rose cuando confiesa que siempre se siente culpable a pesar de no haber hecho nunca nada malo (a parte, por supuesto, de vivir), y que abriga una melancólica e infundada esperanza de armonía entre la moral y la vida.

WOODY ALLEN FILOSOFÍA DEL HUMOR

Vittorio Hösle Traducción de C. Fortea Tusquets. Barcelona, 2002 135 páginas. 10 euros

Así pues, lo que tienen de fi- losófico las historias de Woody Allen es que sus argumentos envuelven frecuentemente la búsqueda de aquello que más ha obsesionado a los occidentales en el siglo XX: la autenticidad. La lucha por 'ser uno mismo', tan crudamente puesta de manifiesto en Zelig, cuando se convierte en ideal moral, sólo puede conducir a la atrocidad (representada en el cine de Allen por el nacional-socialismo) o al ridículo (representado por la superficialidad del neoyorquino medio). La persecución de la autenticidad encaja mejor con ideales de tipo estético, ideales que Hösle demuestra que ocupan para Woody Allen, como para Kierkegaard, una posición solamente secundaria y limitada, como lo prueba el fiasco del intento de 'realizar' el arte contenido en La rosa púrpura de El Cairo. La feroz crítica que Allen dirige a las artes (y que recuerda a la platónica expulsión de los poetas) es también un rasgo autorreflexivo: aunque Dios no exista, es decir, aunque sea imposible encontrar un electricista durante el fin de semana, la autenticidad, incluso lograda idealmente en la obra de arte, es insuficiente para poder sustentar sobre ella una conducta buena, y por ello en sus películas es a menudo 'superada' mediante el amor y, en última instancia, mediante la autoobligación personal hacia los inocentes, cuyos ojos brillan en esas películas con particular fulgor. Si incluso quienes no somos incondicionales de su obra consideramos a Woody Allen un cómico inteligente debe ser, en fin, porque en ese fracaso reflexivo de sus creaciones podemos leer, en clave de comedia y ya no de tragedia, la disolución de dos de los pilares sobre los que se asentaba la fe de los occidentales en sí mismos: el Dios único salvador como garante del happy end de la Historia, y el matrimonio como garante del final feliz de nuestras historias.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 26 de octubre de 2002

Más información

  • Vittorio Hösle