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PERFIL

Nostalgia del farandulero

Juan Antonio Bardem pertenece a una generación de españoles -fueron varias y sucesivas- a la que no le dejaron ser como quería. Él tuvo la valentía de escoger personaje -cineasta antifranquista primero, comunista manifiesto luego- y de no quedarse con un papel cómodo -la policía la metió en la cárcel, los censores mutilaron sus películas, la industria lo exiló- pero no estoy muy convencido de que, de entre todos los del reparto, escogiera el que iba mejor con su personalidad. El azar quiso que pudiera viajar con él a Japón, hace ya muchos años, en una de esas expediciones en las que el desconocimiento del idioma y las costumbres locales te hacen acercarte más y más deprisa a tus compatriotas. De entrada, la primera noche, descubrí a un Bardem insomne, que no se adaptaba al cambio horario y que recorría los pasillos del hotel imitando con talento y exactitud los gestos que acaba de ver realizar en la pequeña pantalla a los luchadores de sumo. Al día siguiente, mientras paseábamos por Tokio, descubrió un rodaje a partir de un inconfundible coche de eléctricos y no cesó hasta que se hizo con un pequeño papel de extra, de mero figurante, en la película.

A Bardem había que oírle hablar de actores, contar anécdotas de sus padres -Rafael Bardem y Matilde Muñoz Sampedro-, de su hermana Pilar o de su sobrino Javier, de todos esos amigos con los que había crecido en casa y que por la tarde y por la noche representaban el Tenorio por toda España. Cuando hablaba de teatro y de su gente desaparecía el Bardem que conocían todos los españoles, ese tipo socarrón pero dogmático, que confundía el cine y la política. En realidad, en su fuero interno, creo que no la confundió nunca pero le obligaron a confundirla. Ser antifranquista, ser el emblema de las conversaciones de Salamanca, haber filmado la primera manifestación -de ficción- en contra del régimen franquista en Muerte de un ciclista, haberse reído de los estadounidenses junto con Berlanga en Bienvenido Mr. Marshall, habernos descubierto a todos el espejo siniestro de la vida de provincias en Calle Mayor o Nunca pasa nada, todo eso le convertía en un monumento del cine español comprometido. Y los monumentos, ya se sabe, se los visita. De lejos.

El otro Bardem, el que me parece que a él le hubiera gustado ser, es el de Cómicos o el de los extras de Esa pareja feliz, gente que vivía al día, sin grandes certezas, con un horizonte más que nublado pero soñando con la suerte en vez de la razón histórica. Era mucho mejor explicando los problemas de una pareja que no sabe como matar un corderito que ha de servir de plato principal por Navidades que explicándonos que el Reichstag lo quemaron los propios nazis. Le gustaba hablar de lo que conocía y lo hacía bien y con mucha gracia. Por eso lo suyo, su mundo, era el de la farándula.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 31 de octubre de 2002