La mano que escribe es aquella
que ya no pudo, inepta,
ni retener siquiera
lo que le debía esta tierra:
gloria, insignias, trofeos
y algo, en fin, que supiese
a eso que, incrédulos,
llamamos vida eterna.
La mano que escribe es aquella
cuyas líneas, babélicas,
no dieron cabo al trayecto
que preveía la esfera
de un trismegisto Hermes,
y que por dolo, por inercia,
dejó rodar la perla
que arrancara del piélago.
La mano que escribe es aquella
que fue, amén de réproba
y a menudo analfabeta,
unas cuantas veces lerda:
se perdió en peregrinas callejas,
urdió frases sin nexo,
se batió en vanos duelos
y se excedió, sin riendas.
La mano que escribe es aquella
que compuso unos versos,
odas, canciones de gesta,
elegías sin metro,
a las que no dio nadie crédito
ni oídos. Aquella
que elevó un brindis a los féretros
de una insepulta Grecia.
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Traducción de Mario Merlino
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 2 de noviembre de 2002