Nadie canta ya la Rianxeira en Balaídos, ni hace la ola, ni agita la bufanda. El estadio del Celta, una fiesta desenfrenada en otros años, es ahora lo más parecido a una silenciosa oficina, con funcionarios sobre la pradera y aburridos administrados en el graderío. Cada vez, menos, porque el meritorio tercer puesto que ocupa el cuadro de Lotina en la clasificación no es suficiente para atraer al estadio a la afición, alimentada durante el último lustro de fútbol imaginativo y librepensador. Eso ocurrió con entrenadores como Víctor Fernández. Su sucesor ha llegado a Vigo con el catecismo del oficio en la mano, para alumbrar un equipo que lleva el orden hasta la rutina y se gana la vida a golpe de inconexas explosiones de talento.
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Un psicólogo atribuiría la brutal transformación del Celta a la desaforada fiebre de títulos que se ha apoderado de un sector de la afición. La huella de la final de Copa de 2001, perdida en Sevilla frente al Zaragoza, estigmatizó al equipo, y el goteo de éxitos del íntimo rival de A Coruña hizo el resto. Cundió la sensación de que, sin trofeos, el fútbol fantástico es una pérdida de tiempo, y las puertas del club se abrieron de par en par a eso que se ha dado en llamar resultadismo. Y hasta que Rayo y Atlético evidenciaron los puntos negros del Celta, el experimento funcionó. "Jugamos mal, pero vamos primeros", repetía Lotina, el entrenador que llegó con la promesa de un título.
Reflejo de personalidad
Hay quien sostiene que los equipos son reflejo de la personalidad de sus técnicos. Los entrenados por Camacho serían grupos aguerridos; los de Rafa Benítez, serios, y los de Víctor Fernández, desenfadados. El nuevo Celta comparte con Lotina esa caída de ceja que le hace parecer taciturno incluso cuando los resultados le acompañan. Tras el reciente fracaso ante al Atlético se apresuró a recordar que también el actual campeón comenzó así el pasado curso: sin brillo, entre críticas, pero con su portería a buen recaudo. El Celta es, en efecto, el equipo que menos tantos ha encajado de la categoría, pero hay otros diez que han sumado los mismos o más goles que él. Y cada una de sus victorias ha dejado una sensación excesiva y el agrio sabor de boca de los malos partidos. El choque de Valencia, tres jornadas atrás, resultó paradigmático. Por primera vez se reconocía inferior al rival, le entregaba la pelota y se encogía para arrebatarle un punto, aunque un accidente le diera finalmente los tres. Se empezó a hablar en Vigo de pacto con el diablo, de renuncia al equipo que se llamó La Máquina a cambio de puntos a cualquier precio. Pero la fortuna ha empezado a cobrarse su deuda con el Celta. Transcurridas siete jornadas, 630 minutos, sólo ha transmitido buenas sensaciones durante un cuarto de hora frente al Mallorca y otros quince minutos, los iniciales, ante al Atlético. El resto, un suplicio. Hoy tiene otra prueba ante el decaído Athletic.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 3 de noviembre de 2002