Nada, salvo su propia condición de víctimas, relaciona a las familias de Vicente Lemos y Luis Ferreira. 'Casi podría firmar que ni se conocían', dice un vecino de Lemos, amigo suyo y compañero de trabajo desde hace muchos años. Lo mismo dice la vecina más próxima de Ferreira. En ambos casos expresan su indignación por que el suceso haya sido atribuido a un hipotético ajuste de cuentas. 'No tiene el menor sentido', aseguran, 'y que digan eso puede dejar una mancha que para nada se merecen. Lo que tienen lo han conseguido con la ayuda de sus familias, con hipotecas y, sobre todo, con el trabajo, porque eso es lo que han sido siempre: familias trabajadoras'.
La casa de Luis Ferreira, enclavada en un entorno de monte, estaba ayer solitaria a media tarde. Tampoco había el menor indicio de que allí hubiera ocurrido un crimen horas antes. Los vecinos más próximos respondían a las preguntas de los periodistas: seguro que esa familia no tenía nada que ocultar.
La pareja comenzó a construir su casa antes de casarse, en un terreno de los padres de la esposa, que es enfermera. El matrimonio se comportó siempre como vecinos afables y serviciales. Además de Óscar, el niño herido, tienen una hija, un par de años mayor. 'Lo que tienen se lo han ganado trabajando', aseguran sus vecinos.
El mismo comentario se escuchaba ayer ante la casa de Vicente Lemos, aunque allí sí había un corrillo de vecinos, que comentaban bajo la lluvia su estupor por lo ocurrido. Un jubilado llegado desde Tui exterioriza su primera sorpresa: '¿Cómo es que no hay sangre?', pregunta tras observar la verja con el precinto policial. Sólo uno de los barrotes, levantado, y otro doblado, dan indicios del lugar de la explosión, que probablemente alcanzó al matrimonio a la altura de la cabeza.
'¿Y si a los niños se les hubiera ocurrido coger la bolsa?', pregunta una vecina, para subrayar el riesgo corrido por los niños que acuden al colegio público, situado a 200 metros. 'Hay que ser criminales', remacha Rosa Gil, que como todos los días había cogido el Seat 600, amarillo, para visitar a sus padres, muy ancianos, que viven a poco más de un kilómetro, en la carretera del aeropuerto. Ahí quedó, a escasos metros detrás de la verja, el vetusto automóvil, como un testigo mudo. Más al fondo asoma el otro coche de la familia, un Ford oscuro de gama media y matriculado hace unos cuantos años. 'No me digan que esos coches son síntoma de riqueza', abundaba un amigo de Vicente.
La parte superior de la verja conserva un letrero apenas legible por haberlo enterrado la última mano de pintura negra: Ollo ós cans [Cuidado con los perros].
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 6 de noviembre de 2002