Una vez que se ha decidido a reformar en profundidad el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal de 1981, el Gobierno tenía la oportunidad de poner al día esta institución partiendo de la experiencia acumulada en los más de 20 años de vigencia de esta norma. Pero el texto de reforma que ha presentado al dictamen no vinculante del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) parece obedecer más al interés de reforzar el control gubernamental sobre el ministerio público que al de facilitar a esta institución el cumplimiento de las importantes tareas que le encomienda la Constitución: promoción de la acción de la justicia, defensa de la legalidad y satisfacción del interés público, entre otras.
De todos los problemas que han afectado en estos 20 años al ministerio fiscal -con Gobiernos socialistas o del PP-, el más grave ha sido la sospecha de parcialidad que proyecta sobre la actuación del fiscal general el hecho de que puede ser destituido en cualquier circunstancia por el Gobierno que le nombró. Esto podía haberse evitado en el nuevo estatuto fijando un mandato predeterminado y estableciendo causas tasadas de cese. El Gobierno propone un periodo de cinco años para los fiscales jefes, incluso con una cláusula de retroactividad para quienes ejercen esta función, pero mantiene el libre nombramiento y cese del fiscal general por el Gobierno. Más parece una fórmula destinada a deshacerse de algunos fiscales que le incomodan.
La hegemonía del fiscal del Estado sobre el conjunto del ministerio público sale reforzada en la medida en que se resta poder a los fiscales jefes y queda claramente delimitado el distinto tipo de mandato que rige para uno y otros. Por esa vía se refuerza, en última instancia, la influencia del Gobierno sobre el conjunto de una institución que funciona bajo el principio de jerarquía y unidad de criterio. Al igual que ocurre ahora, el Parlamento no podrá exigir responsabilidad política alguna al fiscal del Estado por sus actuaciones.
Pero la reforma tiene otro inconveniente si cabe más grave. Imposibilita que el ministerio fiscal asuma en el futuro funciones instructoras en el proceso penal, sustituyendo a unos jueces de instrucción que pasarían a garantizar los derechos del imputado. Esa nueva función del fiscal, que quisieran implantar todas las fuerzas políticas y la mayoría de los jueces, sólo es posible con un ministerio fiscal menos dependiente del poder que el actual. Y esto es lo que ha yugulado de raíz el Gobierno.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 6 de noviembre de 2002