Las elecciones de 'medio término' -la legislatura de cuatro años está dividida en dos periodos- dan una mayoría absoluta a Bush en la Cámara, el Senado, el número de gobernadores de los Estados. No es frecuente. El complejo sistema de tiempos, poderes, Congreso, jueces, está hecho para que nadie tenga un poder absoluto. Bush lo tiene ahora, y por lo tanto puede ejercer legalmente el poder que viene asumiendo de una manera dudosa desde el suceso apoteósico de Nueva York el 11 de septiembre del año pasado. Aunque sin excesos, la población apoya los planes de guerra y aprueba el tipo de detenciones sin garantías -como Guantánamo-, el 'asesinato selectivo' o 'precrimen', como el de Yemen; la pérdida de algunas de las viejas libertades, la destrucción de Afganistán y, sobre todo, la extensión de la guerra hacia Irak y no se sabe dónde.
Son ciudadanos imperiales. Desde luego no desmienten en nada lo que suelo comentar como la alteración de las urnas por la alteración de propaganda y presión sobre cada ciudadano antes de que llegue a ellas: sin el desastre del 11 de septiembre Bush no habría tenido este resultado, y sin las medidas tomadas después. Las banderas que se izaron y que aún cubren Nueva York y otras ciudades, y las enormes insignias en las solapas, son un emblema, como lo es el presidente y la vieja consigna de 'no cambiar de caballo en medio de la corriente'. Pero hay algo más: los ciudadanos son, más que nunca, imperiales. Entre el desarrollo mental promovido está el orgullo del civis romanus sum, que más tarde se aplicaron los británicos, y entre los dos, los desdichados españoles de los Austria y los Borbones. No es poco ser ciudadano de un país que tiene todas las riquezas, todas las influencias: cuyos pobres se merecen serlo, cuyas armas pueden matar al adversario sin sufrir bajas (lo de Nueva York son bajas del terrorismo, palabra felizmente hallada en el archivo europeo).
¿Qué hubiera pasado en España si los no ciudadanos pero personas de ese imperio hubiéramos votado? Habría salido Bush. Y en Reino Unido, y hasta en Francia. Lo cual no quiere decir que se haya acabado la historia, como pretende el ensayista del Departamento de Estado, ni que éste sea el fin de las ideologías: se pudo creer con Julio Cesar, con Carlos V, con Napoleón y sus mariscales. Y no sé si con el preste Juan.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 7 de noviembre de 2002