Aunque sea de lejos, y con todas las reservas que correspondan, existe un cierta familiaridad entre aquel socavón civil de la Batalla de Valencia y esta zanja abstrusa del Plan Hidrológico Nacional (PHN). Y de hecho, puede que en el fondo se trate del mismo asunto: un partido en el poder (entonces UCD, ahora PP) que trata de mantenerse arriba demoliendo a la oposición (PSPV) mediante un altercado de emociones cuya raíz es la apropiación e irritación de lo local frente a una amenaza exógena (entonces el imperialismo catalán, ahora el socialismo aragonés y catalán) y sus quintacolumnistas (socialismo valenciano). El esquema tiene el mismo formato y, como entonces, se cumple al grito de barra libre. Como si no hubiera pasado el tiempo y como si no estuviéramos todavía pagando las hipotecas de aquella temprana balcanización, diversas instancias políticas, económicas y mediáticas se están encargando de avivar los sentimientos hasta alcanzar el punto de ebullición social. Ahora, como entonces, se trata de criminalizar a todos cuantos ponen en duda el PHN, en parte o en su totalidad, con los argumentos que sean. Y sobre todo, a quienes se puedan manifestar el próximo día 24 de noviembre en Valencia en contra de la ejecución de este plan, aun a riesgo de propiciar tensiones innecesarias. Sólo hay que echar un vistazo al eco de las proclamaciones incandescentes del presidente de la Cámara de Comercio de Valencia en los periódicos aragoneses y constatar su efecto. También ahora se ha trazado una raya en el suelo y se le está imponiendo el capirote de traidor a los que quedan enfrente. También, como en aquella ocasión, se está cercenando no sólo el derecho a manifestarse públicamente sino a tener un pensamiento distinto, que son las vigas maestras de la democracia. Si algo no se le puede recriminar a la derecha valenciana a pesar de todas sus renovaciones es infidelidad a sus métodos. Sólo cabe esperar que la falta de responsabilidad de quien está afilando esa navaja y empuñándola sea suplida por la madurez de un pueblo que quizá siempre tuvo claro que no había verdades absolutas. No las hubo entonces ni tampoco las hay ahora.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 16 de noviembre de 2002