Se llevó El último tren en el festival de Valladolid tres premios. Ganó, por votación entre los asistentes, el premio del público, lo que indica que su vibrante y pegadiza aventura puede abrirse paso a grandes audiencias accesibles a un filme de su especie, de gran nobleza, nada tramposo, con altura y delicadeza artesanales. Ganó también el premio al mejor director debutante, el uruguayo Diego Arsuaga, hombre de cine integral, que deja ver, junto a algunos inevitables balbuceos en el trazado del frenético ritmo del suceso que pone en pantalla, esa inconfundible sabiduría incorporada al instinto, e incluso al olfato, que sólo da el hacer y el ver hacer películas, esas pestañas de puntas chamuscadas que sólo tienen los eternos merodeadores de las salas de moviolas.
EL ÚLTIMO TREN
Dirección: Diego Arsuaga. Guión: Beda Ocampo, Fernando León y Arsuaga. Intérpretes: Héctor Alterio, Federico Luppi, José Soriano, Gastón Pauls, B. Dinard. Género: drama. Uruguay-España, 2002. Duración: 93 minutos.
Y ganó finalmente El último tren un premio contagioso, que lo inunda todo, un reconocimiento ancho y hondo, una especie de galardón esponja, que absorbe a los otros dos, ya que ambos se destilan de la materia fílmica que él enuncia. Es esta materia el rico juego de interrelaciones, el delicado tejido de hilos mentales, sentimentales y emocionales que los intérpretes despliegan por debajo de la evidencia de la aventura que viven y nos hacen vivir.
Es este, tercero, complejo y esencial, premio a El último tren un reconocimiento a la energía y la precisión de la pegada expresiva; a su pericia para ensanchar hasta lo ilimitado el mínimo espacio escénico -el rellano de mando de una vieja locomotora de vapor- en que se mueven; su gracia y su agilidad para convertir una encerrona en un espacio de libertad; todo esto y más son acordes de la música inaudible que brota de la explosión interpretativa triangular, hilada con deliciosa maestría, de tres eminentes actores argentinos, Héctor Alterio, Federico Luppi y José Soriano. Gente sabia y en estado de gracia, que rompe la pantalla y deja visible al salir de ella el hueco de su ausencia, un milagro cinematográfico que sólo algunos aristócratas del oficio de interpretar consiguen alguna rara y emocionante vez. De ahí que quien quiera y sepa disfrutar del manjar de un vuelo interpretativo de fondo tiene aquí ocasión de hacerlo.
Sigue El último tren un itinerario de western de rara pureza formal y de, aún más raro, empuje subversivo y sublevado. Es el dibujo de alta precisión de tres hombres viejos perdedores, gente expulsada de la historia y casi de la vida, pero terca y libre, que se resiste a zarpazos contra la falsa cara de inevitable que dice tener la deriva del mundo hacia el sometimiento y la servidumbre de la venta de la dignidad y la libertad a las leyes despóticas del mercado. Y secuestran -y recorren con ella, para despertarlo, la piel de un país dormido- una vieja locomotora, una reliquia de los ya muertos ferrocarriles de Uruguay, para evitar que sea vendida a Hollywood. Y el último tren de un lugar despojado se abre paso; y su viaje no tiene fin, porque el viejo tren se convierte en un tren futuro, en un signo de lucha.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 22 de noviembre de 2002