Ana de Inglaterra, hija mayor de la reina Isabel II, se sentó ayer en el banquillo y fue condenada tras declararse culpable de un incidente casi trivial y que no tuvo graves consecuencias: el inesperado ataque de uno de sus perros a dos niños frente al castillo de Windsor.
Pese a la modestia del caso, constituye un hecho histórico, por ser la primera vez desde 1649 en que un miembro de la familia real británica se sienta en el banquillo de los acusados. Su inmediato antecesor fue Carlos I, acusado de traición y ahorcado el 30 de enero de ese año.
El caso de Ana, que deberá pagar una multa de 500 libras y una compensación de 250 libras por los daños causados por su perra (en total, 1.185 euros), coincide en el tiempo con el caso de Paul Burrell, el último mayordomo de Diana de Gales, acusado de robar diversos documentos y pertenencias a la princesa de Gales. El juicio se acabó al recordar súbitamente la reina una conversación privada con el mayordomo. No son pocos quienes nunca creyeron en esa conversación y en cambio están convencidos de que la familia real decidió que la reina interviniera porque, como soberana, está por encima de la ley. En aquel momento se alzaron voces a la derecha y a la izquierda pidiendo que se suprima ese privilegio por anacrónico.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 22 de noviembre de 2002