De forma repentina, la muerte nos ha dado otra dentellada. Ángel Martín Municio ha fallecido la pasada noche, apenas unas horas después de contarnos por teléfono a algunos de sus amigos su reciente viaje y de hacer planes y fijar agendas para la semana que venía. Todavía no podemos creerlo del todo. Lleno siempre de vitalidad y de energía, muy inteligente, científico riguroso de acendrada tradición humanística, impaciente a veces con la tontería y superficialidad, trabajador y eficaz, con capacidad de criterios flexibles y firmes al tiempo, era sobre todo persona de trato exquisito, entrañable y generoso, amigo fiel e insustituible. Con una curiosidad inagotable, impulsor en la España de los años cincuenta de una innovadora biología molecular y de que los estudiantes saliesen al extranjero a doctorarse, siguió preocupado siempre por la educación y la formación humanística y científica de los jóvenes; sostenía varios programas de matemáticas para niños superdotados y de divulgación científica y técnica en distintos lugares desde la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, de la que era Director. Sostuvo siempre que la ciencia y el conocimiento de sus avances e innovaciones formaba parte de la cultura general, al tiempo que su amor por la lengua, por la palabra y por la renovación de las definiciones, lo impulsaba desde la Academia Española, de la que fue vicedirector. Y al tiempo, no era extraño encontrarle en conferencias y congresos de punta, mezclado entre los asistentes, sabio hasta el final de sus días en su capacidad de aprender y renovar. "No moriré del todo", decía Horacio confiando en el legado de sus obras. Tampoco Ángel Martín Municio morirá del todo ni por sus obras, ni por el recuerdo de sus amigos a su persona. Siempre pensé que la sabiduría epicúrea fallaba escandalosamente al tratar a la descarnada con el desprecio de toda persona libre, ya que, si cabría aceptar para nosotros mismos que sea "menos que nada, pues mientras nosotros estamos, ella no está y cuando ella está, nosotros no estamos", y por ello no hay que temerla, la fórmula no vale cuando se nos mueren los que queremos. El vacío de su ausencia nos hace morir un poco también a nosotros.
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* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 24 de noviembre de 2002