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COLUMNA

Lectura

No hay partido político que en su programa electoral no recoja la necesidad de fomentar la lectura entre los jóvenes. Aunque los políticos leen poco, el fomento de la lectura se ha convertido en la imprescindible guinda de cualquier programa. No hay ayuntamiento, no hay concejalía o ministerio progresista que no haya organizado alguna vez una campaña lúdico-festiva de invitación a la lectura. Hasta el programa del PP reconoce la importancia de los libros y propugna, como está mandado, una serie de medidas idénticas a las del PSOE. Salvo Megino, un urólogo almeriense obsesionado con los pavimentos, ningún cargo público se atrevería a prohibir una feria del libro por más que las casetas estropeasen, como decía el tal Megino cuando fue alcalde de Almería, las baldosas de la calle.

Y está bien que así sea, que los políticos de todo signo se sientan obligados a dedicar parte del presupuesto a organizar cosas con libros. Está bien aunque se trate de gestos tan modestos como la Feria del Libro de Almería, cuya vigésima quinta edición fue inaugurada el viernes pasado por el novelista Lorenzo Silva. Entre gastarme el dinero en una feria de libros o gastármelo en un homenaje a la bandera, me quedo con lo primero, aunque preferiría desviar el coste de la feria, del homenaje y en general de todos esos actos que suelen organizar los departamentos de cultura y que sólo sirven para justificar su propio presupuesto hacia un departamento de instrucción pública.

Si el fomento de la lectura fuera un propósito serio y no una pose obligatoria para los candidatos progresistas o un eficaz recurso de los conservadores para no resultar tan fachas, en los programas electorales de unos y otros no se propondrían las cositas habituales, tan simpáticas, sino pura y simplemente la revolución. Sólo quien no sea muy amigo de los libros o quien no haya experimentado los beneficios que provienen de su lectura puede creer que las carpas itinerantes, las campañas publicitarias o la celebración periódica de ferias genera nuevos lectores. Los lectores se ganan lentamente -o se pierden rápidamente- en la escuela, en el instituto y en la universidad, por lo que una política verdaderamente interesada en fomentar la lectura debería concentrar sus recursos en la escuela primaria y en la ESO. Pero ¿cómo conseguir que los niños y los jóvenes se aficionen a los libros si sus padres apenas leen? ¿Cómo formar lectores en la escuela si son sus propios maestros y profesores -es decir, los alumnos que formamos en nuestras universidades- quienes rara vez abren un libro y quienes presentan serios problemas de expresión oral y escrita?

Fomentar la lectura no es pregonar sus bondades como si fuera un elixir, sino incardinarla en la vida de la gente, algo demasiado serio como para dejarlo en manos de los responsables culturales de este o aquel partido. El fomento de la lectura es tarea de escuelas e institutos, una misión que exige mejorar la formación de maestros y profesores, y que en definitiva nos llevaría a reflexionar sobre el modo en que se imparten las Humanidades en la Universidad. Casi nada.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 25 de noviembre de 2002