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Reportaje:

Un milagro en el valle de Amarateca

Ciudad España, a 25 kilómetros de Tegucigalpa (Honduras), es el símbolo de la solidaridad de los españoles. Su construcción es la consecuencia del apoyo otorgado por España para paliar los efectos devastadores que el huracán 'Mitch' provocó en el país centroamericano en octubre de 1998. La semana pasada, y después de cuatro años, llegaron a sus casas sus 3.000 primeros pobladores y el proyecto empezó a cobrar vida propia

Neyda Martínez nunca pensó que viviría en una casa de bloques de hormigón o de ladrillo. En sus 32 años de vida, nunca pensó que dejaría de coger agua del río junto al que vivía porque podría abrir un grifo todos los días y tener agua potable para beber y lavar. Durante toda su vida vivió en la colonia de San José de la Vega, en Tegucigalpa (Honduras), en una casa frágil que desapareció entre las aguas y los lodos del huracán Mitch hace cuatro años. "Nos fuimos un miércoles porque nos dijeron que venía el Mitch y nos llevaron a un kinder (escuela infantil) junto a otras familias. Dejamos todo allá, en la colonia, porque pensamos que era una cosa pasajera, y fíjese, nos quedamos sin nada, todo lo que teníamos quedó enterrado en el lodo. Después nos llevaron a un centro de exposiciones ganaderas, donde estuvimos dos meses; de allí, al Instituto Central, y finalmente aquí, al albergue", recuerda esta costurera casada con un zapatero-fontanero y con seis hijos a sus espaldas. Hoy, todas sus esperanzas, todas sus ilusiones y todos sus sueños tienen un nombre: Ciudad España.

Los beneficiarios deben cumplir tres requisitos: ser damnificados del huracán 'Mitch' o vivir en zonas de riesgo, no tener vivienda y no disponer de recursos económicos

Porque existe un lugar llamado Ciudad España. Es una población emergida de la nada en el valle hondureño de Amarateca, en medio de un bosque de pinos a orillas de la quebrada de Agua Blanca y a 25 kilómetros de la capital, Tegucigalpa (un millón de habitantes). Hasta hace una semana, la ciudad la formaban 1.134 casas construidas y 313 en construcción y, desde una de las colinas del valle, se ve como si fuera la unión de varias urbanizaciones de casitas bajas y adosadas. En estos últimos días han empezado a llegar sus primeros pobladores, hasta el momento unos 3.000 (510 familias), aunque se espera que acaben siendo unos 10.000 para un total de 1.447 viviendas. Se trata, como en el caso de Neyda, de los miles de damnificados del huracán Mitch, que en octubre de 1998 devastó Honduras (unos 6,5 millones de habitantes y con una extensión equivalente a la quinta parte de España), dejando unos 6.500 muertos a su paso y arruinando el 90% de las infraestructuras de este país centroamericano. Ahora, cuatro años más tarde, nace Ciudad España, que constituye el proyecto más importante de la historia de la cooperación mundial. España, el mismo país que en el primer cuarto del siglo XVI conquistaba los territorios hondureños de Tegucigalpa y Comayagua para explotar sus minas de oro y plata, ha sido precisamente el que, cuatro siglos y medio después, se ha volcado más con los damnificados. La solidaridad de los españoles la tradujo en números Cruz Roja española, que recaudó 14.000 millones de pesetas (84 millones de euros) en las semanas posteriores al paso del huracán. Ahora esos números han tomado la forma de una ciudad para 10.000 personas que lleva el nombre del país que también la ha hecho posible. Los españoles, a través de Cruz Roja y del Ministerio de Asuntos Exteriores (Agencia Española de Cooperación Internacional -AECI-), son los principales promotores del proyecto al aportar unos 9,5 millones de euros del total de 25 millones que ha costado Ciudad España.

Ha sido un parto largo y difícil que en sus inicios fue promovido por el Gobierno hondureño para dar solución a los cerca de 1,5 millones de damnificados del Mitch, y que ha estado apoyado y sustentado por Cruz Roja durante sus cuatro años de desarrollo.

Los macroalbergues

Durante todo ese tiempo, los miles de beneficiarios, que debían cumplir tres requisitos fundamentales: ser damnificados del Mitch o vivir en zonas de riesgo, no tener vivienda y no tener recursos económicos -algo no muy difícil en un país en el que más del 80% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza (un dólar al día)-, han estado alojados en cuatro macroalbergues situados en la periferia de la capital y construidos tras el paso del huracán. Les pusieron el nombre de Trébol 1 y Trébol 2, porque están separados por una carretera y tienen la forma de esa hierba a vista de pájaro. Aunque, desde esa misma altura, la visión es también la de un inmenso poblado chabolista: calles polvorientas o embarradas, en función de la climatología; bidones metálicos convertidos en fogones en los que madres e hijas no cesan de hacer tortillas de maíz, y que permanecen encendidos día y noche llenando la atmósfera de un humo y un olor característicos; gentes que deambulan a todas horas; trastos por todos lados; ropas tendidas en cualquier lugar...

La semana pasada la vida en los albergues estaba revuelta. La palabra Ciudad España resonaba entre las paredes de panelit (contrachapado) que separaban los cubículos familiares del albergue, en los que se hacinaban familias de hasta 12 miembros en un espacio que no tenía más de 15 metros cuadrados, ni agua corriente. "Ya nos vamos para Ciudad España, ya nos vamos para nuestras casitas", repetían.

Quedaban días para el traslado y los rumores de cuándo le tocaría a cada uno recoger sus viejos y destartalados enseres y subirlos en el camión corrían como la pólvora en un lugar que de por sí era ya un polvorín. Porque a los macroalbergues se desplazó, como Neyda, gente de todo tipo; hubo multitud de barrios afectados por el Mitch, la mayoría de los que espontáneamente (no existe una normativa urbanística) habían ido surgiendo en las laderas del valle en el que se encuentra Tegucigalpa.

"Muchos de los que van a recibir una casa no saben lo que es tener una una vivienda en condiciones. Ahora, sus nuevos hogares están sobre una parcela de 120 metros cuadrados y cuentan con 50 metros cuadrados habitables: dos habitaciones, un cuarto de baño, cocina y salón", explica Alfonso Calzadilla, arquitecto y delegado de Cruz Roja para la construcción de la ciudad. "Es la casa que soñaban. Se les preguntó sobre el tipo de vivienda en la que les gustaría vivir para que no les resultase extraña. Hay que pensar que tienen que familiarizarse hasta con los materiales. Al principio, por ejemplo, nadie quería construcciones de ladrillo porque creían que no eran seguras, y es sólo que desconocen el material y desconfían. Por eso, y por la estética general de la ciudad, hemos hecho casas diferentes, pero con las mismas características".

La miseria, la desgracia y la violencia son inherentes a las vidas de estas gentes, en su mayoría resignadas a su destino y entregadas a la fe. Algunos, como María de los Santos, vuelven a empezar de cero a los 60 años, ya sin un solo diente en sus encías. "Lo perdí todo y ahora por fin voy a tener mi casita", dice mientras lava sobre una pila de piedra en casa de una familia casi tan pobre como ella. "Así me gano unas lempiritas -la moneda oficial es el lempira. Un euro equivale a unos 16,5 lempiras- para ajustar mi contador", dice refiriéndose al dinero que necesita para ajustar sus cuentas de agua y luz con la comunidad.

Y es que a nadie se le ha regalado la casa. Todos y cada uno de los beneficiarios han tenido que contribuir con su trabajo y con el dinero que eran capaces de pagar para ganársela. "Se trataba de implicarles en la construcción de la ciudad para que empezaran a sentirse partícipes y responsables de un proyecto común. Toda su vida han ido cada uno a lo suyo. El sentimiento de individualidad es enorme, incluso dentro de las propias familias. Sus vidas han estado basadas en la supervivencia, no ya en la subsistencia. Se habían agarrado al sentimiento de damnificados y estaban paralizados. Por eso, uno de los requisitos era que participaran y trabajasen 25 semanas construyendo casas en la que después sería su ciudad, además de pagar sus cuotas correspondientes de luz y agua", explica Jesús Isarre, delegado de Cruz Roja en Honduras.

Éste ha sido uno de los retos de Cruz Roja hondureña durante los cuatro años que las familias han vivido en los macroalbergues: fortalecer el sentimiento de comunidad antes de llegar a Ciudad España. Para ello se constituyó una junta directiva, integrada por los propios albergados, y que en un futuro será el órgano de contacto con la Alcaldía de Tegucigalpa, y que consta de diferentes departamentos: seguridad, que obligaba cada noche a unos cuantos a hacer la vigilancia; mujeres, la más organizada y participativa, encargada de la recaudación y control; medio ambiente, que les exige higiene y el cuidado de su hábitat...; además de impartirse cursos, dentro y fuera de los albergues, para potenciar una vida social entre los futuros conciudadanos.

Un reto

La mayoría de los asistentes a esos cursos han sido también mujeres como Neyda Martínez: "Primero hice un curso de autoestima en el que nos enseñaron a vernos por fuera, a sentir que valíamos y que podíamos hacer cosas y aprender", cuenta mientras busca en una estantería desvencijada de su cubículo el diploma obtenido. "También hice un curso de relaciones humanas para aprender a vivir en comunidad. Después hice un curso de costura, que es lo que yo hago, y otro de VIH para tener sexo seguro. A éste también vino mi hija mayor que tiene 15 años... ¡Ah! Y otro de microempresas, porque yo quiero poner mi negocio allá, en Ciudad España. Voy a pedir un préstamo de 2.000 lempiras [unos 120 euros] para empezar", añade y muestra el cartel con el que anunciará su negocio casero: "Talleres de confecciones Martínez: le atendemos con mucho gusto en Ciudad España, donde le ofrecemos calidad de productos, incluyendo ropa para dama y para niños. Tel. 443 04 82".

Como Neyda, son muchas las personas que tienen pensado montar su microempresa. De hecho, ya en los cubículos de los albergues abundaban las llamadas pulperías, tiendas con todo tipo de comestibles. Otros, como Edi Martell, miembro de la junta directiva y tesorera de la comunidad, prefieren ser asalariados y tienen pensado trabajar en la zona. "Me gustaría trabajar en el centro de salud de Ciudad España porque tengo experiencia como enfermera, con 2.000 lempiras al mes podemos vivir mis hijos y yo", dice. Edi es un fiel reflejo del 50% de las familias hondureñas: es madre soltera y tiene seis hijos de dos maridos que la abandonaron. "Después del Mitch no quedó una sola casa parada en la colonia de La Soto. Parecía un desierto", recuerda. "Después de aquello quedé hundida y me costó mucho acostumbrarme a vivir en el albergue porque cada uno tiene su modo y aquí hay de todo. Ahora nos brindan la oportunidad de volver a soñar. Ya toda la vida habíamos vivido de fantasías y de ilusiones, pero el Mitch se llevó hasta eso", añade.

Otros sueñan con trabajar en las maquilas o empresas manufactureras extranjeras que se han instalado en el valle de Amarateca; otros, en las granjas de pollos que hay en las inmediaciones; otros pondrán su puesto de venta en el mercado que construirá AECI más adelante, y así irán dando vida a a la ciudad.

El traslado

Y llegó el día del traslado. Las primeras familias empezaron a subir sus enseres a los camiones del ejército, y de los cubículos salían los objetos más insospechados: cajas de botellas vacías, botes y palanganas de plástico, colchones roídos por los ratones o incluso con ratones, los esqueletos de varias sillas, somieres hechos con cuerdas, aparatos de televisión y frigoríficos antediluvianos... No dejaban nada y, casi a la par, los soldados desmantelaban a martillazo limpio lo que hasta entonces habían sido sus hogares. Ya no había vuelta atrás. El albergue desaparecía y daba paso a una nueva vida.

El convoy estaba formado por los camiones militares, encargados de llevar los bártulos, y por un autobús amarillo para transportar a las familias, el típico vehículo escolar de EE UU que, cuando ya no pasan la ITV, los venden a los hondureños por 18.000 euros.

El trayecto en autobús fue de una hora, pese a que la distancia es de unos 25 kilómetros desde la capital, pero, lejos de mostrar alegría, los rostros de los trasladados, incluidos los de los niños, sólo reflejaban desconcierto. La sensación general la describía Marisa Rodríguez, que a sus 43 años se trasladaba con sus 12 hijos: "Parecía que el día no llegaba y, ahora que llegó, tenemos nostalgia por todo. No sabemos lo que nos va a suceder allá, pero hay que confiar en Dios", decía hablando para el cuello de su camisa con la más pequeña de sus hijas en los brazos.

"¡Mamá, ¿es ésa tu casita?!", exclamó un niño nada más ver la primera de las casas. "¡¿Es ésa?!", dijo otro, que sacaba la cabeza por la ventanilla. La mayoría de ellos no habían ido nunca a Ciudad España. Las caras y los gestos cambiaron, la excitación se apoderó de los más pequeños mientras las madres comentaban los colores y las formas de las casas al paso del autobús: "La mía es una de las rojitas, lote 9, bloque c-120", decía Marisa recordando su ubicación.

Y en cuestión de horas estaban los primeros instalados. Habían metido todos sus trastos en las casas vacías de bloque de hormigón visto o de ladrillo también visto: por fuera y por dentro. En un día ya había carteles que señalaban los negocios de las casas, y en dos, las ropas mojadas y lavadas en una pila con agua corriente colgaban de los tendederos de los porches, pese a que aún están las calles sin pavimentar.

"Se trataba de minimizar los costes para maximizar el número de beneficiarios", explica Aires Mairena, ingeniero civil del proyecto. "Las casas, vistas con una mirada occidental, puede parecer que están sin terminar, pero es que tienen lo básico. Se ha primado la seguridad, la funcionalidad y la economía; por eso no se han enfoscado las paredes ni se ha enlosado el suelo, ni se ha hecho un falso techo. Las mejoras las puede hacer cada uno, si quiere. Para ellos ya son palacios".

El 60% de las personas que vivían en los albergues, y, por tanto, los actuales habitantes de Ciudad España, son menores de 18 años, por lo que otro de los caballos de batalla de los voluntarios de Cruz Roja y de otras ONG hondureñas era conseguir que los jóvenes encontraran alguna oportunidad, más allá de poder disfrutar de los campos de fútbol y los parques de la ciudad. En este sentido, y además de las clases de primaria y para adultos que se impartían en los macroalbergues y que ahora se impartirán en las tres escuelas en construcción de Ciudad España, se han dado cursos de ocio y tiempo libre. Ya hay 25 monitores: jóvenes albergados, como Francis, de 20 años, que ahora dedica su tiempo libre a generar actividades de ocio para los más pequeños de la comunidad. "Cada tarde, cuando regreso de trabajar, preparo juegos con otros monitores, y así por lo menos la pasan bien un ratico", cuenta.

Evitar las 'maras'

"Esto es fundamental porque evita que se introduzcan en las maras, las bandas de jóvenes dedicadas al crimen organizado y a la extorsión", dice Karen Osorio, voluntaria de Cruz Roja hondureña. Según la organización Save The Children de Honduras, las maras son un fenómeno que se ha agudizado y fortalecido en los últimos cinco años y que amenaza a las generaciones más jóvenes, de las que dependerá el futuro del país. "Ante la falta de oportunidades, son miles los chavales que se tatúan en los brazos el nombre de la pandilla a la que pertenecen, que les da comida, ropa y protección. A ella entregan su vida y por ella matan", explica Tomás Andino, representante de la asociación.

En el albergue llegó a haber hasta dos muertos semanales por las maras. El último asesinato fue el de Brenda (16 años), el pasado 16 de abril, y desencadenó un tremendo revuelo que concluyó con la instalación de una posta policial (comisaría) en los macroalbergues, y que generó una reivindicación comunitaria para que se estableciese, como así ha sido, una comisaría permanente en Ciudad España. Allí, a los dos días del traslado, ya había cinco jóvenes detenidos por desorden público que tuvieron que construir su propia celda temporal, mientras terminaba de construirse la definitiva.

Ciudad España se ha convertido ya en el símbolo de la solidaridad transformada en esperanza y sueños: los de los damnificados, muchos de los cuales nunca tuvieron una vivienda digna; los de los voluntarios, que con tesón han conseguido que se levantara una ciudad y que sus habitantes se encuentren más capacitados para vivirla y conservarla, y los de un Gobierno, el hondureño, que aspira a que sirva de ejemplo en un país en el que la corrupción política y los intereses económicos impiden compensar las abismales desigualdades existentes.

Un desastre llamado 'Mitch'

LAS LLUVIAS TORRENCIALES que llegaron a Honduras el 26 de octubre de 1998 arrasaron el territorio durante ocho días provocando desbordamiento de ríos y deslizamientos de tierras. Las cifras que se manejan en estos momentos como consecuencia de aquel desastre llamado Mitch hablan de 6.600 muertos, 8.052 desaparecidos, 1.395.669 damnificados, y se calcula que fueron 200.000 las viviendas afectadas (el 30% del total), según los datos de los últimos informes de Naciones Unidas (diciembre de 1998) y de Cruz Roja (14 de enero de 1999). Honduras fue, con mucho, el país centroamericano más afectado por el huracán.Los desoladores efectos del ciclón provocaron en este país una situación de más de 20 años de retroceso en su desarrollo, según los informes de la ONU, y lo condenaron a la total dependencia de la ayuda internacional. Después de que en los años ochenta los procesos de paz abrieran una puerta a la esperanza de iniciar un desarrollo económico asentado en la democratización, todo era poco para un país que de la noche a la mañana se había quedado sin nada.Durante más de una semana Honduras sufrió vientos huracanados y lluvias que arrasaron el 90% de las infraestructuras del país: sistemas de agua potable, tendidos eléctricos, aeropuertos, carreteras y puentes desaparecieron y dejaron incomunicadas a poblaciones enteras, que se han ido reconstruyendo poco a pocos gracias a la colaboración de Gobiernos como el japonés. El huracán también devastó el tejido industrial y agrícola, con lo que multitud de empresas desaparecieron (sólo en el sector agrícola hubo pérdidas valoradas en más de medio billón de pesetas en cultivos de café, palma y plátanos), y otras, como las extranjeras, se fueron, lo que provocó una multiplicación exponencial de las tasas de desempleo, un problema que aún pervive de forma grave en el país. El propio alcalde de Tegucigalpa, César Castellanos, perdió la vida al estrellarse el helicóptero en el que realizaba un reconocimiento de los desastres provocados por el ciclón sobre el río Chuluteca. A todo ello siguieron las epidemias de cólera, dengue, malaria o leptospirosis que colearon durante años, y de las que hoy, gracias a las vacunas y medicamentos preventivos recibidos de distintos países, prácticamente sólo queda un mal recuerdo.Un proyecto como el de Ciudad España indica que, cuatro años después del desastre, Honduras puede volver a mirar hacia el desarrollo.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 8 de diciembre de 2002

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