Estupefacción es la primera palabra publicable que se me ocurre tras ver en diferentes informativos de cadenas televisivas de ámbito estatal reportajes sobre un -al parecer bastante trascendente- evento futbolístico celebrado en Tokio el pasado martes 3 de diciembre por lo mañana. Y no me refiero a las crónicas del partido en sí, aunque el sonrojante estilo épico-poético de alguna de ellas daría también bastante jugo.
Me gustaría hablar sobre los reportajes que mostraban cómo, en diversos locales públicos, se congregaban personas para disfrutar del mencionado espectáculo, de las cuales se entresecaban las opiniones -entre otras- de asistentes que no habían ido a clase, habían dejado de ir al trabajo e incluso uno que había alargado su baja laboral para poder seguir a su equipo. Todo ello sin rubor alguno.
Lo más indignante es que tales actitudes no movían a reflexión alguna por parte de los comentaristas, que incluso parecían jalear estos comportamientos. Y, cómo no, no podían faltar las alusiones al posible escaqueo de los funcionarios, aunque por lo que pude ver, nadie se identificara como tal; pero si una marea negra de nefastas consecuencias ambientales, económicas y sociales no puede afectar a las cacerías de buena parte del Gobierno estatal, ¿por qué no va a poder paralizarse la Administración pública para que sus trabajadores puedan ver una contienda fubolística de alcance planetario?
Claro que como uno es de natural optimista prefiere ver la cara positiva de todo esto: al fin parece que somos líderes mundiales en algo.
Y que conste que no me estoy refiriendo al fútbol.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 8 de diciembre de 2002