El Departamento de Transportes del Gobierno vasco ha tenido la iniciativa de decorar los tranvías de Bilbao, que se ponen en servicio este mismo mes, con la obra de varios artistas. Las siete obras de 110 x 75 centímetros que ha pedido a otros tantos creadores vascos irán colocadas a ambos lados del fuelle central de los nuevos tranvías bilbaínos. Las obras se llevarán a grandes dimensiones mediante un sistema informático sobre paneles de vinilo.
La gestión se inicia con la poco recomendable dictadorzuela costumbre de realizar la selección de artistas a dedo. A esto se añade la falta de previsión que estudie el movimiento continuo en el que van a ser vistas las obras, una vez trasladadas a la carrocería de los tranvías. Y además del movimiento debió tenerse en cuenta que las creaciones van a pasearse continuamente por la ciudad. Eso requería dotar a cada obra de una amplia gama de colores y gran enriquecimiento de formas, conducente todo ello a una suerte de sorpresa plástica permanente, producida por la multiplicidad de visiones verificadas en el curso de los días..
Sólo a modo de ejemplo, citaría a tres artistas -entre otros posibles- cuya obra encaja perfectamente con el movimiento y el pretendido paseo por la ciudad. Andrés Nagel, y su frenética propensión a la antiortogonalidad, lo que, unido a los colores poco enfatizados junto a los colores fosforescentes y detonantes, produce una sensación de inquietante movimiento. Daniel Tamayo y su inmersión en la axonometría, con los colores puros y las formas intrincadas, espectacularmente laberínticas, que acaban en movimientos voraginados y velocidades casi caóticas. Luis Candaudap y sus formas y colores corriendo hacia fondos lejanos, en tanto otras formas y colores se precipitan hacia los alborotados espacios flotantes de los espectadores.
Al aludir a estos artistas, no pretendemos quitar a nadie, para ponerles a ellos, no. Sin embargo, pueden servir como ilustración para analizar con cierto criterio cómo debió abordarse la historia plástica de los paneles tranviados.
Por cierto, esos paneles se han mostrado en el Museo de Bellas Artes de manera bastante chapucera. De un lado, los originales -no todos lo son-, están colocados a una altura excedida, sólo apta para gigantes de dos metros cincuenta. De otro lado, unas obras van acompañadas de su consabido pormenor y otras no.
Para que el guirigay sea completo, el ciudadano que quiera contemplar estas obras tiene que pagar 4,50 euros, precio estipulado para la entrada al recinto museal, salvo los miércoles, que es gratuita la visita. La introducción de ese apartado tan denigrante, que trata de determinar quiénes son ciudadanos de primera y quiénes ciudadanos de segunda, es lo que le faltaba para que el dedo apeste más de la cuenta.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 16 de diciembre de 2002