Al volante, todos nos ponemos nerviosos en alguna ocasión y a veces perdemos los estribos. Es reprochable y debemos censurarnos por ese comportamiento incívico. De todas formas, y pese a la comprensión que una falta universal pueda merecer, parece que a los conductores de servicio público debería exigírseles más en cuanto a educación y respeto en este aspecto.
Viene esto a cuento por la insólita y vergonzosa escena que me tocó observar el otro día con mi hijo pequeño en un autobús de la barcelonesa línea 24. En la Via Augusta, cerca de la Diagonal, el conductor paró el autobús, abrió la puerta y se enzarzó en una furiosa discusión con un peatón que, según me pareció, había cruzado de manera imprudente ante el transporte. No entro a juzgar las razones del conductor, pero el tono fue inaceptable, como lo fue, me parece, el hecho de que detuviera el autobús, entorpeciendo la circulación y nos dejara a todo el pasaje en espera de que acabara de desfogarse. Tras unos minutos, la discusión acabó con un sonoro "¡gilipollas!" por parte del conductor que pudo escucharse en todo el autobús (yo viajaba en la parte trasera). Me fue difícil explicarle a mi hijo de siete años semejante comportamiento.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 17 de diciembre de 2002