Caldera, portavoz del PSOE, lanzó una fotocopia a la cara de Rajoy junto con algún mal insulto: el papel estaba falsificado y Rajoy tenía oportunamente el auténtico y emitió furiosos insultos: pidió la dimisión de Caldera, y quizá sea la primera vez que un Gobierno manda dimitir a la oposición, que no tiene cargos públicos. Las sesiones parlamentarias se debían dar a medianoche, cuando los niños duermen, entre la pornografía y la violencia, para que no les produzca asco la democracia por la deformación maleducada, grosera y trascendente de odio que ningún psiquiatra les podrá disolver.
Me preocupa especialmente saber quién falsificó el documento y se lo pasó a los socialistas y a las manos de Caldera; y quién puso tan oportunamente el original en la tribuna de Rajoy para que le pudiese replicar y avergonzar. Caldera estaba ruborizado como un semáforo, y la sonrisa no conseguía aliviar su mueca de dolor. Pero, ¿quién fue el falsificador? No un socialista. Quien lo hizo debía saber perfectamente las consecuencias que iba a tener, y cómo el ministro podía responder en el momento. A nadie se le ocurre que fuese el mismo partido el que hiciera la maniobra, sabiendo que podía tener una réplica inmediata y demoledora.
Una copia-trampa, como decía el antecesor de Rajoy, Mayor Oreja, hoy favorito de la mayoría de la derecha española para suceder a Aznar en la candidatura a la presidencia, cuando hablaba de tregua-trampa. Aún no estoy seguro de que fuera una trampa, sino una posibilidad. Pero estamos en la guerra de los conceptos. En una tertulia nocturna el aposentador regañaba al huésped que comentaba el terrible suceso de la carretera diciendo que "un guardia civil resultó muerto". "¡Cuidado! ¡Hay que decir asesinado!". El otro no vaciló en rectificar. Me importa poco que fuera asesinato -premeditación, alevosía- o que fuese homicidio -ilegalidad, violencia-: allá los juristas: me importa la muerte, la carga explosiva, lo que se evitó con esta acción. Me importa la continuidad de ETA en el terror. Y me importa seriamente, porque me atañe dos veces -como ciudadano y como escritor- esa angustia y esa presión sobre el lenguaje que ya comenzó a destrozar el pensamiento en época del anticomunismo. No identifico el comunismo con el terrorismo. Identifico al anticomunista con el antiterrorista en la deformación de su caza de brujas: en la persecución al que no dice la palabra obligatoria.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 19 de diciembre de 2002