Hace más de veinte años que vivo en Andalucía. Cosas del amor. Aquí me casé, aquí trabajo y aquí tengo dos hijos. Hace cerca de sesenta años mi madre había hecho el camino contrario. Se fue a vivir a Galicia por cosas de la guerra. Allí se casó, tuvo dos hijos, enviudó y allí sigue viviendo. Los dos nos hemos adaptado perfectamente. Galicia y Andalucía, eso dicen y el ejemplo está en mi familia, han estado siempre muy unidos. Uno es de donde nace y de donde pace y de donde se siente querido y respetado. Hablo con mi madre estos días por teléfono y me cuenta la tristeza de mis paisanos, su desesperación y su rabia. Ella siente lo mismo. Porque quien haya vivido en Galicia o la haya visitado sabe del amor de los gallegos por nuestros montes, nuestros ríos o nuestras fuentes. Y sobre todos ellos, el mar. Un océano que se introduce en la tierra a través de la belleza de las rías y que, ahora, por la avaricia de unos y la incompetencia y la soberbia de otros está siendo aniquilado. Los gallegos tenemos fama de ser sumisos, indiferentes, tranquilos. ¿Será verdad y se demostrará ahora? Porque, ¿cuánto tiempo tendrá que pasar, cuántas mareas y tormentas, cuántas fatigas, cuántas lágrimas tendrán que caer para dejar el océano limpio de chapapote y los corazones limpios de rabia y desesperación y tristeza? ¿Cuántas más cosas deberán pasar para que los votos boten al mar la necedad y la prepotencia? Nunca creí que la incompetencia, la desidia y la desfachatez de un gobierno podrían tener unas consecuencias tan terribles. Y aquí quiero ver la parte positiva por las muestras de cariño y de solidaridad de mis amigas y amigos andaluces.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 20 de diciembre de 2002