Dos documentalistas de EE UU, la californiana Justine Shapiro (guionista de la serie Lonely Planet) y el judío bostoniano B. Z. Goldberg, formado en Nueva York y forjado cámara en mano en Jerusalén, durante la primera Intifada; y un tercer cineasta, el todoterreno mexicano Carlos Bolado (director de la excelente Bajo California y montador de Amores perros y Como agua para chocolate) son los autores de Promises, un luminoso y vivísimo documento de gran singularidad, uno de los más luminosos que se han visto en el impagable renacer del cine documental de los últimos años.
Fue Promises realizado en Jerusalén y sus alrededores entre 1987 y 2000, en periodos de relativa calma dentro de la segunda y terrible Intifada, que ahí sigue, cargada hasta la náusea con el espanto de un goteo inacabable de israelíes muertos por terroristas palestinos suicidas y media Palestina sepultada bajo los escombros y los cementerios colectivos ordenados por el terrorista no suicida Ariel Sharon a su ejército. Y tiene forma Promises de relato, de ficción de la vida verídica. Es el sereno, por duro que sea, discurrir de la vida diaria de una decena de niños israelíes y palestinos que termina con el encuentro entre siete de ellos -dos gemelos israelíes y cinco palestinos, en la casa de uno de los chiquillos palestinos- y el brote instantáneo entre todos ellos de un delicado lazo de comprensión, cercano a la amistad, un brote que pronto será truncado por la lógica de la vida y la supervivencia.
PROMISES
Dirección y guión: Justine Shapiro, B. Z. Goldberg y Carlos Bolado. Personajes: Yako, Daniel, Fajar, Senabel, Shlomo, Mahmud, Mishe y otros niños palestinos e israelíes. Género: documental. EE UU, 2001. Duración: 106 minutos.
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Estos niños viven a menos de un cuarto de hora de distancia los unos de los otros, pero algo, un muro invisible e infranqueable les sitúa a distancias mutuas enormes, imposibles de atravesar, que les impiden verse, encontrarse, rozarse, jugar, descubrir la vida, mirarse a los ojos y descubrir que bajo la caspa de las ideologías y las religiones que les separan hay una trágica identidad inconclusa, amistad y armonía rotas, ahogadas antes de nacer.
Es inolvidable, porque no tiene precedente y es irrepetible, la claridad, la delicadeza y el empuje con que los autores de Promises van acercando a Yako y Daniel, los mellizos israelíes, a los cinco chicos palestinos que finalmente se encuentran con ellos. Entre los cinco niños palestinos están Faraj y Sanabel, niño y niña de familias refugiadas. Sanabel, la niña, responde así a la brutal ideología heredada por un chaval, Shlomo, hijo de un rabino israelí, que afirma: "Esta tierra es nuestra, porque Dios se la dio a Abraham y a Abraham se la robaron los árabes". Y responde la niña: "No conozco a nigún niño palestino que haya explicado nuestra situación a un niño israelí". E inesperadamente, fuera de toda precisión, Faraj: "¿Por qué no se lo explicamos nosotros?". Y la pantalla de Shapiro, Goldberg y Bolado se ilumina y luego brinca ante la audacia y la potencia moral y cinematográfica de la idea.
Y de ahí, y de una vez, el filme y el documento surgen configurados, incluso formalizados, como ficción verídica, como relato de lo real, que es lo que eleva el documento a poema y convierte a las imágenes -o algunas que acumulan dentro fortísimas cargas de energía solidaria- en calambres emocionales. Uno de esos calambres rompe la pantalla con la entrada de un niño y su abuela palestina en el territorio del que fue su pueblo antes de que se lo arrebataran; y otro surge de la captura del espeso y viciado aire que envuelve a la Explanada de las Mezquitas y el Muro de las Lamentaciones.
Pero surge también riqueza de la imagen de la vida cotidiana, de las que brota la conmovedora evidencia de que nada -ni guerra, ni terror, ni genocidio- impide a los niños ser niños, los seres humanos más y mejor dotados para vivir, y para expresar la alegría de vivir. Y cierra el círculo el roce de la cámara a las mujeres que atraviesan, para ver a su gente encarcelada en territorio israelí, un control del ejército. Y, sobre todo, el fugaz pero ilimitado encuentro de los siete niños que descubren que les es posible, e incluso que les es fácil, mirarse a los ojos y averiguar de pronto que se recordarán el resto de sus vidas, porque no volverán a verse.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 20 de diciembre de 2002