Al igual que su colega y estrecho compinche José Ramón Amondarain, que presentó otra muestra asimismo excelente en Elba Benítez hace unas semanas y cuya efigie sirve de nuevo como modelo para uno de los iconos reiterados por la que aquí comentamos, Manu Muniategiandikoetxea (Bergara, 1966) se cuenta entre los nombres básicos consolidados por el frente emergente en la escena vasca hacia el cambio de siglo. Ambos, también, comparten el hecho de haber librado ese envite, a contracorriente, desde el territorio de la pintura. Pero pintura, hay que aclararlo, de orientación estratégica bien particular, paradójica incluso, que, pese a compartir no pocas inflexiones propias a su entorno generacional, nada tiene sin embargo, antes al contrario, de seguidismo rutinario de los dogmas al uso.
MANU MUNIATEGIANDIKOETXEA
Espacio Mínimo Doctor Fourquet, 17. Madrid Hasta el 25 de enero de 2003
Tras la sobreactuada inmediatez y su fingido desaliño, el hacer del artista guipuzcoano esconde una enrevesada trama de deslizamientos que desdoblan y superponen, en torno a cada motivo, los registros derivados de su condición simultánea como articulación estructural, objeto, imagen, emblema o detonante de un espectro referencial específico. De ello se sirve Muniategi para edificar sus tan desenfadadas e impactantes ocupaciones escénicas. En la que hoy nos ofrece, y que incorpora esa deriva escultórica más explícita que ha aflorado en su producción última, vuelve, con énfasis mayor, sobre una de sus querencias básicas, la fascinación contagiada por el paradigma auroral del constructivismo. Con ironía no exenta de un cierto poso de infección melancólica, pero que destierra toda sospecha de afectación trágica, Muniategi da vueltas en torno al destino terminal de la utopía, allí donde el esperanzado horizonte de candor que encaraba, a ciegas, la mística del futuro se nos reduce hoy, como quien dice, a verlas venir.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 28 de diciembre de 2002