Todo empezó cuando tras haber inaugurado el museo Príncipe Felipe lo que más triunfaba entre la gente era ir a ver cómo nacían los pollitos en una incubadora. Mientras, a 500 metros de allí la maquinaria demoledora del Ayuntamiento pensaba en los terrenos de la Punta para su ZAL, tierras en las que desde hace muchos años los polluelos nacían de manera natural en los corrales de las casas de la huerta. Con el Oceanogràfic ocurre un poco lo mismo: siempre nos quedará el recuerdo de lo que fueron nuestros mares y podemos ir a ver el último reducto de especies en jaulas de cristal, eso sí, con restaurante de lujo para que mientras comen marisco puedan ver a estos escasos y raros bichos marinos, desprotegidos cuando viven en libertad, indefensos ante la codicia del hombre que permite catástrofes como la del Prestige. Vivo muy cerca del mar, no sé si me gusta o no tener una Ciudad de las Artes y las Ciencias y un acuario, pero me sentiría más tranquila si tuviéramos algún barco anticontaminación dispuesto a actuar rápidamente bajo las órdenes de un poder comprometido y eficaz. Sólo por si acaso volviera a ocurrir lo que nunca más debería repetirse.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 28 de diciembre de 2002