Ayer a mediodía, mi hijo adolescente vino de la calle y me contó, reprimiendo las lágrimas, que una señora le acababa de decir, literalmente: "Sinvergüenza, vete a tu país". Era incertidumbre lo que le notaba en la voz, no entendía nada. Señora, yo tampoco entiendo nada, él no conoce otro país. Yo, que tengo 38 años, tampoco. Éste ha sido siempre nuestro país, nuestra lengua, nuestra cultura, nuestras señas de identidad, no conozco más familia que la de este país.
Madrid ha sido siempre nuestra casa y, por supuesto, mi hijo no es ningún sinvergüenza, es un joven educado que cruzaba la calle, respetuoso, que le cedería a usted el asiento en el metro. "Era una señora mayor como la abuela", me dijo. Mi hijo, repito, no entiende nada, sólo conoce a su abuelo en fotos. Era negro. ¿Será el país donde nació ese abuelo de las fotos al que quiere la señora que se vaya?
Por cierto, estuvimos allí hace unos años y, con mucho cariño y orgullo de sus gentes, nos dimos cuenta de que para ellos no éramos de allí, de que debe ser muy duro tener que vivir en una cultura tan diferente a la tuya, que sólo la necesidad absoluta te puede generar el suficiente valor para ello. Yo lo tengo claro, nuestro país es el mundo y mi casa es España.
Señora, no se puede ir por la calle con ese mensaje de odio y desprecio. ¿Dice también a los árboles que se vuelvan al bosque porque son verdes? Puede que no tengamos su tono preferido, pero el mundo no es un tablero de parchís compartimentado en colores.
A pesar de gente como usted, nos sentimos bien en nuestro país.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 28 de diciembre de 2002