Cuando, hace seis años, el PP ganó sus primeras elecciones, un amigo comentaba que lo peor que podía pasar es que, más que unas elecciones, alguien se creyera que había vuelto a ganar la guerra. Eso era lo peor. Lo optimista es que se acabara por fin la crispación y tuviéramos de nuevo una derecha centrada, dialogante, que hiciera olvidar episodios tan vergonzosos como aquél, protagonizado en las elecciones de 1993 por Javier Arenas, denunciando histérico un "pucherazo" -por supuesto, inexistente- como si estuviéramos en el 36, pero ante las cámaras de televisión. Aquello no fue una anécdota: nadie civilizado obra así. Por eso merece la pena recordarlo: porque retrata profundamente al personaje y a la derecha rancia y políticamente absentista que tan fielmente representa, y que cierra el paso a cualquier renovación.
Es, a la vez, una derecha con una pintoresca vocación antisistema que lo mismo pone a Teófila frente a unas barricadas durante una protesta de Astilleros, que se dedica con ahínco a organizar lo de Cajasur, asunto que por aquí ha hecho, por lo visto, mucha gracia a nuestra derecha pero que resultaría una gamberrada incomprensible en cualquier otro lugar de España.
El último episodio de castigo ha sido la ruptura sobre financiación y empleo. Es evidente que la Junta no podía aceptar un acuerdo político supeditado a decisiones judiciales. Entonces, ¿para qué el acuerdo? En cuanto a las políticas activas de empleo, el asunto sólo se puede entender como una provocación: como una minusvalorización unilateral de nuestro rango autonómico, que -qué casualidad- compartimos con el País Vasco, las otras "provincias irredentas", si se me permite desenterrar el lenguaje político de los cuarenta.
Pero eso no es todo. A lo de la financiación aún pendiente hay que sumar otras discriminaciones onerosas y no menos chulescas: que el Gobierno nos haya escamoteado unos 4.000 millones de euros de los fondos estructurales que nos corresponderían, según los acuerdos de Berlín, para el período 2000-2006, o que recibamos la mitad de lo que, sólo por población, nos correspondería de los fondos de cohesión europeos. (Y eso sin tener en cuenta nuestra tasa de desempleo y otros factores, que nos deberían permitir acceder a montantes aún muy superiores).
Y bien, ¿dónde está la gracia? ¿Alguien en su sano juicio cree que este panorama sirve para desestabilizar a Chaves? ¿Merece la pena el precio? Para más INRI, desde el PP se acusa al PSOE de beneficiarse electoralmente de tanta discriminación y política gamberra. ¡Qué suerte!
Y aquí tenemos al hombre que dirige esta política: Javier Arenas, siempre zalamero con su capataz, siempre dispuesto a echar una manita de picón en el brasero cordobés en el que se refugia el capítulo andaluz de lo que parece la más potente reserva del PP: la que insólitamente representa Ana Botella, sin duda -y aunque parezca increíble- una de las personas con más poder de este país: la futura Evita Perón del Reino.
Retratar a Javier Arenas en dos palabras es muy fácil: cualquier negro americano con una poquita de mala leche no dudaría en calificarlo de "tío Tom", la manera más despreciativa de referirse a quien traiciona a los suyos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 3 de enero de 2003