Desde antiguo, y es posible que esto le venga de antiguas y ricas y arraigadas tradiciones teatrales, el cine británico tiene una notable soltura para hacer comedias bien organizadas, sueltas, graciosas y convincentes. Y esta divertida El jardín de la alegría, pese a ser una película pequeña y de corto alcance, es consecuencia de esa antigua soltura, de esa impagable solera, que agranda su pequeñez.
Fuente y condición indispensable para que una comedia funcione es que quienes la oficien logren moverla interiormente con un despliegue de genuina gracia y sabiduría escénicas. Sin el empuje y la sutileza de un actor o actriz cómica de alta escuela no hay comedia que valga, pues por mucho esmero que pongan directores y guionistas, sin un talento histriónico en trance, su trabajo puede desembocar, por concienzudo que sea, en una solvente pero inaguantable sosería. Y aquí entra otro de los rasgos inimitables del cine británico para distinguirse en este escurridizo territorio, pues su nómina de cómicos es abundante y una de sus más célebres actrices, Brenda Blethyn, es quien mueve las alas de esta preciosa pequeñez.
EL JARDÍN DE LA ALEGRÍA
Dirección: Nigel Cole. Guión: Mark Crowdy y Craig Ferguson. Intérpretes: Brenda Blethyn, Craig Ferguson, Martin Clunes, Tcheky Karyo, Valerie Edmond, Phyllyda Law. Reino Unido, 2002. Género: comedia. Duración: 94 minutos.
En El jardín de la alegría Brenda Blethyn vuelve a desatar su asombrosa capacidad para representar, con derroches de malicia, el candor, la inocencia y el despiste. Y borda a una mujer que se ha hecho mayor y ha enviudado entre los encajes y algodones en que su (secretamente golfo) marido la ha escondido durante décadas para así tenerla atada y fuera del mundo. Y, muerto éste, ella descubre que se encuentra en la ruina más absoluta y que a los 50 años ha de comenzar a aprender desde la nada a ganarse la vida.Y aprende. La comedia, que se ve sin escolta de carcajadas pero con la sonrisa abierta de oreja a oreja y de principio a fin, es el irresistible, trepidante e insólito relato de este aprendizaje, que convierte a una dulce, monjil, deliciosa y medio analfabeta señorona de la burguesía rural inglesa en una infalible depredadora de fajos de libras esterlinas. Su única sabiduría es la de jardinera y, en una pirueta argumental libérrima y muy ingeniosa, la dama convierte a esta su humilde ciencia casera en una mina sin fondo, que la arrastra, en palabras suyas, "a la emocionante tradición inglesa de total desprecio a las leyes".
Y, propuesto por la gloriosa generosidad del talento de Brenda Blethyn, el angelito se transforma, aupado -como de costumbre en el cine británico- por un reparto exacto, en un inefable demonio, al que seguimos en una singular aventura que inunda de libertad a la pantalla.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 17 de enero de 2003