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COLUMNA

Resistencia fiable

No creo en los sondeos. Quiero decir que casi siempre me infunden dudas y sospechas que los invalidan. Por dos sencillas razones. La segunda es que sus resultados tienden a favorecer a quien los encarga. La primera tiene que ver con los enunciados que se suelen someter a encuesta, por lo general reductores, monolíticos, condicionantes en su aislamiento y simpleza. Se pregunta a quemarropa sin matiz y sobre todo sin contraste; utilitariamente, para provocar una elección que no es tal, que no traduce la preferencia entre dos actitudes equivalentes, sino la aceptación o el rechazo apresurados, acorralados, de supuestos tan abruptos o descontextualizados que resultan irreales, fantasmales; y que contrastan con la exquisita concreción con que se interpretan las respuestas.

A los sondeos prefiero oponerles la confianza. Confianza en la gente que suelo sacar de donde salen todas las confianzas: una parte de la experiencia de la vida social; de las conversaciones, intercambios, observación, extrapolaciones, memoria. Y otra, del optimismo que a mí me parece la salud de lo humano -al pesimismo lo considero un accidente, una enfermedad espontánea o contagiada-.

Y esa confianza me convence, digan lo que digan los sondeos previstos hasta mayo, de que el Partido Popular va a perder mucho terreno en las elecciones municipales. Porque lo que ha sucedido en Galicia desafía no sólo la lógica de la eficacia y de la responsabilidad políticas; sino también la del respeto y el afecto por la gente, la tierra, el porvenir.

Y porque no creo que la inmensa mayoría de la sociedad española -como rezan ya sumisamente algunos sondeos- apoye el retroceso, de legalidad y mentalidad, que el Gobierno expresa en sus reformas penales y penitenciarias.

No creo que nuestra sociedad haya pasado, en unos pocos años, de anhelar -y cuánto- la libertad a relegarla. De asociar debates -inmigración/integración; prisión/inserción; política/ideología- a disociarlos. De defender un modelo de convivencia propio, acorde con nuestras peculiaridades geográficas e históricas, a asumir un "americanismo" simplista de buenos y malos, aliados y enemigos. Ni creo que abogue mayoritariamente por el "pudrirse en la cárcel", o por disfrazar prácticas racistas para luego ampararlas. Ni temo -como he leído en un artículo de opinión esta misma semana- que nuestra sociedad estuviera dispuesta a legitimar la tortura. No lo creo. Me resisto a esa duda que "ofende". Me rebelo contra ella, la niego no sólo desde el realismo del debate íntimo, y de la observación y la escucha de los demás; sino también desde el "realismo mágico" de la esperanza.

Lo que creo es que estamos desorientados y desamparados. Que la izquierda se ha olvidado demasiado tiempo de sí misma. De sus valores, de sus anhelos. De sus maneras. Y que nos hemos quedado por ello indefensos y afásicos. Sin discursos que aúnen firmeza y progresismo; eficacia y libertades. Que defiendan escrupulosa, convincentemente el orden, pero un orden "civil", justo, mestizo, plural. Hay que recuperar cuanto antes esa voz. Otra voz. Otras respuestas a las mismas preguntas que son las preocupaciones, las encuestas de todos. Hay que canalizar la energía de quienes -a mi juicio los más- no están dispuestos a engrosar apáticamente las estadísticas de la reacción; a llevarse todo por delante -conquistas sociales, parcelas de derechos, coherencia cívica- en este proceso. Dotarles de argumentos críticos y de instrumentos auténticamente alternativos. Y entusiasmar de nuevo, entusiasmarse.

Con la idea resistente de que un mundo mejor es mejor; de que un mundo mejor es condición y garantía de la paz; de que un mundo mejor es ante todo un objetivo realista, factible. Y confiable.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 19 de enero de 2003