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CARTAS AL DIRECTOR

Viaje a Irak

Hace unos meses tuve la ocasión de visitar Irak. Allí comprobé que lo que había imaginado que significaba un embargo ciego era dolorosamente exacto. Vi casas, barrios enteros, que, desde la Guerra del Golfo, no se habían podido reconstruir. Paseé por calles hundidas, anegadas. Reconocí a personas pobres y enfermas, o simplemente sin ninguna clase de esperanza. Pero encontré también un país que luchaba con desesperación por tener una vida normal, que desplegaba toda la potencia de su ingenio contra la lógica de una tecnología decrépita, necesitada, cuando menos, de tuercas y tornillos para no ser cada día más inservible. Hombres y mujeres que llevaban a sus hijos a los colegios, o como se quiera llamar a lo que queda de ellos; que visitaban sus ahora mortecinos museos con mirada alegre y perdida; que se sumergían en un tráfico que nadie sabe cómo es capaz de existir siquiera. Un pueblo que, a pesar de todo, trabaja, piensa, pinta, escribe.

Un día fui invitado a cenar a casa de una familia de Bagdad. Una familia con abuelos, padres y niños, como la mía, y como la de muchos. Es difícil explicar la tristeza que da la certidumbre de que el combate por la conquista de la vida cotidiana de esas personas, con las que en esos momentos compartía un té, está ahora a punto de concluir, que sus calamidades continuarán inexorables hasta el más que probable exterminio. Cuesta imaginar que ya no han de pensar"sólo" en qué comer al día siguiente, sino en cómo esperar el cataclismo final.

Por encima de los razonamientos políticos (llamémosles así, no perdamos la esperanza), hay un pueblo que sufre, un pueblo que se compone de personas que hoy, esta mañana, esta tarde, se preparan, en una tensa calma, para el sufrimiento y la muerte. Se dice que, biológicamente, estamos concebidos para implicarnos sólo en un número limitado de vidas ajenas. Quizá por eso, una masacre colectiva como la que ha sido decretada contra el pueblo iraquí suscita, en el mejor de los casos, una (muy necesaria) indignación ideológica. Hagamos también un esfuerzo por recrear su dolor y su desesperanza, porque es lo que de verdad importa.

Hace cinco mil años, precisamente en Irak, en las marismas del sur, el hombre se convirtió en un ser civilizado. Construyó sus primeras ciudades, inventó la escritura, aprendió a organizarse y a cooperar con sus semejantes. Su energía y su capacidad produjeron los primeros tratados de matemáticas, de astronomía o de medicina; sus emociones y su espíritu creador nos legaron la más antigua literatura de la que tenemos constancia, mitos, epopeyas, poemas de amor... Qué atroz paradoja que ese lugar vaya a ser ahora escenario de un colosal crimen contra la civilización.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 29 de enero de 2003