El principio de incertidumbre de Heisenberg nos explica el proceso por el cual un microscopio electrónico no es capaz de ver el núcleo de un átomo por la alteración que causa en los electrones que giran alrededor del átomo. Es decir, el propio instrumento que se utiliza para observar transforma al objeto observado, o dicho de otro modo, lo mirado es transformado por el sujeto que mira.
Esto mismo le debe de ocurrir a Aznar cuando decide descender del Olimpo y mirar la cara de la gente a través de su demoscopio. La realidad se transforma en tanto que él la mira. Cuando acude a sus dominós de Quintanilla de Onésimo, todos le reciben como a Míster Marshall; cuando arenga en sus mítines a las juventudes de cabello de bucle engominado, las nuevas generaciones hacen la ola como si estuvieran aplaudiendo goles en un estadio; en sus paseos por la plaza del Ayuntamiento de A Coruña, las calles están vacías y no se oye el molesto zumbido de Nunca Máis.
Este señor no puede ver la realidad, es imposible. Cada vez que sale a la calle todo es transformado para dar la imagen del mejor mundo posible; y siendo éste el mejor mundo posible, ¿qué necesidad hay de cambiarlo?
Aznar nunca verá cómo los niños de seis años cuidan a los de tres en los cafetales guatemaltecos, mientras sus madres recogen 500 kilos de café por tres dólares. Tampoco verá cómo los refugiados iraquíes se sientan desesperados en las calles mientras esperan que algún viandante quiera que le limpien las botas. Ni verá tampoco cómo se pudren de resentimiento los asustados adolescentes de Gaza.
Está deslumbrado por el brillo de los lladró que Bush tiene en su rancho tejano. Aznar ha
subido al Olimpo para opositar a una plaza como dios menor de la mitología occidental, y desde ese cielo los hombres parecen átomos, cuando se les intenta ver, se dispara el principio de incertidumbre de Heisenberg.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 7 de febrero de 2003