Era una cita importante para Jaime Urrutia: su Patente de corso ha resultado ser uno de esos discos de aceptación lenta -coincidió con la apisonadora de Operación Triunfo-, pero que, a día de hoy, ha alcanzado una cifra de ventas que hace pensar que, felizmente, se está escapando de esa extraña maldición que suele atacar a los cantantes de grupos españoles que se lanzan en solitario o cambian de registro. El concierto de La Riviera tenía mucho de reencuentro con sus fieles madrileños; abundaban los veteranos, los que vieron muchas veces a Gabinete Caligari en Rockola, entre las 1.500 personas que acudieron a la llamada de Urrutia. Se palpaba también la voluntad de desagravio: el eclipse de Gabinete en los años noventa fue particularmente cruel.
Jaime Urrutia
Jaime Urrutia (voz, guitarra), Guillermo Martín (guitarra, coros), Ambite (bajo), Esteban Hirschfeld (teclados, percusión), Germán Vilella (batería), Francis García (saxo). Invitados: Loquillo, Andrés Calamaro. 6 de febrero. Sala La Riviera, Madrid. 9 y 12 euros.
La nostalgia es una llave para llegar a los corazones, pero también resulta una losa pesada. Urrutia tiene que alternar las joyas de los ochenta -que arrebatan inmediatamente al público- con el repertorio de Patente de corso. Para más inri, las 10 canciones de su disco como solista tienen una heterogénea producción lujosa -la marca de la casa de Jesús N. Gómez- que se resuelve en directo de aquella manera, a pesar de la entregada banda de acompañamiento. Y los elementos estaban en su contra: aparte de las conocidas peculiaridades acústicas de la sala, el equipo de sonido no respondía; carecía del punch necesario para ocasión tan especial. A esto debe sumarse que Jaime Urrutia se mostró como un intérprete envarado, un artista entre chulo y tímido al que le cuesta proyectar su excepcional cancionero, tan rico en resonancias emocionales.
Momentos insólitos
El concierto proporcionó momentos insólitos. Por ejemplo, que las mayores ovaciones se las llevara Loquillo, invitado a cantar ¿Dónde estás? y Cuatro rosas. Hasta los (muchos) que detestan a Loquillo deben reconocer su presencia escénica: bajo los focos, es la apoteosis de cierto cool, un arrogante caballero que fascina a los espectadores. Loquillo se traía del brazo a un irreconocible Andrés Calamaro, de pelo corto y de chico bueno, aparentemente apocado y corto de reflejos; fue, pues, reconfortante comprobar que el excepcional creador argentino está retornando al mundo de los vivos.
El Loco se convirtió asi en el triunfador de la noche. Regresó para hacer su himno de batalla, Rock and roll star, permitiendo que Jaime cantara (espléndidamente) la primera parte mientras él fumaba con parsimonia. En esa provechosa sociedad de apoyo mutuo que ha formado con Urrutia, Calamaro y Bunbury (de vacaciones en América pero presente en los parlamentos de sus compañeros), a Loquillo le toca ser el padre firme pero comprensivo de unos compañeros de viaje con talento que, a veces, andan inseguros o despistados.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 8 de febrero de 2003