Lampiño, 1,70 metros, piernas flacas y pecho de pollo. Piel nacarada, rasgos adolescentes, a medio camino entre la niña y el niño. A sus 19 años, y todavía hoy, a sus 22, el checo Tomas Rosicky tiene una pinta que inspiró desconfianza en los cerebros bruñidos de la nueva escuela alemana de fútbol, verdadera fábrica de velocistas, fondistas y pesos pesados de salto y cabezazo. Cuando llegó al Borussia de Dortmund uno de sus colegas, al verle, le dijo: "Chaval, te hace falta comerte un filete empanado [schnitzel, en alemán]".
Schnitzel, como le bautizaron, no tardó en demostrar que podía jugar mucho mejor que sus compañeros. Tenía manejo con las dos piernas, era rápido, hábil en el regate, astuto para interpretar el juego y capaz de abrir defensas con pases preciosos. En su tercera temporada en Dortmund no caben dudas. Rosicky no es sólo el conductor del equipo. Es el mejor diez de la Liga alemana, más constante que Basturk y más completo que Scholl.
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Imitando a su padre, Jiri, que fue futbolista, Rosicky debutó en el Sparta de Praga en 1999, con la camiseta que vistieron Novotny, Rep-ka y Nedved. En 2000 ganó el campeonato checo y lo fichó el Borussia por 16 millones de euros, a petición de Matthias Sammer. El año pasado alcanzó la final de la Copa de la UEFA y ganó la Bundesliga. Fue nombrado el mejor jugador checo del curso.
El miércoles, en París, se unió a Nedved, Galasek, Köller y compañía para hundir a Francia (0-2) en una de las peores noches del equipo de Zidane.
Rosicky llega al Bernabéu asomándose a la plenitud. Si Makelele se fía de su aspecto, el Madrid lo pagará caro.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 17 de febrero de 2003