El flamenco soporta mal que le cuelguen historias complejas y de algún modo extrañas a su mundo. Quiérase o no, es un arte caliente, que se asfixia encerrado en un relato como La voz del silencio, que establece en torno al baile un distanciamiento, una barrera difícil de traspasar. Historias así conllevan frecuentemente una estructura escenográfica complicada, que tampoco ayuda como vehículo de emociones artísticas. Nos choca mucho, por ejemplo, ver a músicos y cantaores en plantas altas del fondo de escenario, e incluso a Eva bailando allí arriba en un nicho imposible por sus dimensiones.
Pero está el baile de Eva Yerbabuena, y éstos ya son otros cantares. La mejor y más flamenca bailaora de ahora mismo, quizás, con su versatilidad, su sabiduría, su incesante creatividad. Su estilo favorito es la soleá, que va y viene en esta obra de manera recurrente para eclosionar al final en una larga y bellísima secuencia en la que Eva aparece poseída de su arte y enloquece a la audiencia. ¿Y qué fue de La voz del silencio? Es lo mismo, lo que queda, y lo que importa, es esta bailaora genial.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 4 de marzo de 2003