LLEGA UN momento en la vida en que se empieza a hablar más con los muertos, los propios, pero también los que uno se apropia, aunque a éstos no nos los asigna fatalmente el destino, sino que hay que elegirlos, lo cual es más comprometido, si se quiere conversar a gusto hasta el final. Eduardo Arroyo no sólo ha seleccionado a sus contertulios del más allá, sino que ha transcrito las charlas que ha mantenido con ellos en un libro, que se titula El Trío Calaveras. Goya, Benjamin, Byron-boxeador, el cual, a mi juicio, es el mejor de entre los muchos que ha publicado este pintor que no para de escribir. Pincel o pluma, tampoco me parece que haya en ello ninguna paradoja, cuando el artista en cuestión viene etiquetado como un conspicuo representante de la "figuración narrativa" y él mismo no tiene rebozo en autoproclamarse como "pintor de historia", la declaración más intempestivamente antañona que pueda imaginarse en la presente situación de modernidad insignificante.
Pero volvamos a la tertulia fúnebre de su elección, formada por un pintor español, un ensayista judeo-alemán y un aristocrático poeta británico, aficionado al boxeo, los cuales, interpelados por Arroyo en los albores del XXI, sucesivamente vivieron en los tres siglos que, por el momento, configuran el paisaje de nuestra época: XVIII, XIX y XX. Hemos dicho que vivieron, aunque, para el caso, habría sido mejor afirmar que murieron, porque, encerrado en su pupitre-cueva de melancólico ermitaño, lo que ha movido a Arroyo en el empeño ha sido perfilar las respectivas calaveras de este trío de heteróclitos personajes, cuyo único lazo de unión entre sí consistió en la común decisión de hacer reposar sus poderosas testas lejos de su patria, donde eran perseguidos de manera inclemente por demonios exteriores e interiores. Considerarlos, sin embargo, como exiliados no deja de ser, en cierto sentido, discutible, porque ¿no es acaso la vida en sí un exilio que no cesa hasta arribar a la auténtica madre patria de la muerte?
Sea como sea, con esa mezcla del mejor humor macabro que le acredita como nacido en un país en el que la gente se muere de risa, y en el que, además, no lo olvidemos, a los juerguistas se les llama "calaveras", Eduardo Arroyo nos acompaña en su peculiar excursión por entre los muertos de su predilección, que son bastantes más de los tres mentados en el título, pero sin desdecirlos, porque se trata del cortejo o tropa de acompañantes. En realidad, El Trío Calaveras no es un libro sobre muertos, sino sobre la muerte, o, mejor, sobre ese ir muriendo que es el vivir, y, en especial, cuando se ha vivido a fondo desde ese voraz apetito del crear. Arroyo nos recuerda lo que decía el Poussin anciano sobre cómo el hombre ha de marcharse cuando ya no es culpable y se apresta a hacer el bien. Por eso, el mejor cuadro se pinta siempre en el más allá y sintetiza todos los géneros: el que representa nuestra calavera.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 8 de marzo de 2003