Criaturas famélicas, ocultas bajo torrentes de barbas y cabellos, llegan a bordo de vehículos que parecen cascarones de huevo decorados con pinturas, y se desparraman por las laderas, invaden los prados y comparten el paisaje con las ovejas que pacen mansamente cada amanecer. Los vecinos de Órgiva y las localidades circundantes ven acrecentarse esta población como hormigas que se abalanzan sobre un cadáver; contemplan cómo cada día aumenta el número de melenas, de amuletos, de pechos sin sujetador y axilas que renuncian a la depilación, sin entender por qué el progreso tiene estos efectos colaterales de tan dudoso cariz estético. Durante la noche, como tribus de continentes más oscuros, estos jóvenes encienden hogueras y danzan al ritmo de tambores y cañas, buscando congraciarse con dioses que no figuran en los catecismos. Persiguen conectar con un más allá velado a los ojos corrientes a través de sustancias que se administran con píldoras, gases, humaredas, o el alcohol ecuménico, que pone la verdad al alcance de todo hombre. Tres o cuatro días soportan los lugareños este extraño aquelarre, bautizado por los participantes con el nombre exótico de Fiesta del Dragón. Y en efecto es un dragón lo que parece haber sobrevolado la tierra en el momento de levantar el campamento: cenizas enfriadas, restos de botellas y recipientes, alguna prenda que perdió el cuerpo que le servía de sustento, residuos humanos que la naturaleza se encargará de reciclar. También, en ocasiones, el rastro es más macabro: dos cadáveres, dos exploradores del subconsciente que quedaron deslumbrados por todo lo que les ofrecía el otro lado y se olvidaron de regresar a la vigilia.
Con los tiempos que corren, a nadie extrañará que se presencie con el ceño fruncido las correrías de los hippies de Órgiva y que, al cabo, incluso se les prohíba organizar sus fiestas paganas en medio de nuestras sierras. Es cierto que el pensamiento libertario debe mucho a estos apóstoles de pelo largo y olor a sudor, pero parece que sus reivindicaciones han caducado, que quedaron confinadas en la década de los sesenta y no conservan hoy un ápice de su vigencia. En mal mundo han ido a caer estos despistados: no pueden pedir paz y flores a un Occidente que calienta todas sus baterías para lanzarse a la enésima guerra contra un mosquito que le pica el talón; no pueden proclamar libertad sexual en un panorama acogotado por los peligros del sida y conducido a la abstinencia por una religión más férrea que nunca; las nuevas experiencias que las drogas prometían han quedado prácticamente proscritas ahora que la salud cunde por todas partes y fumar resulta más grave que una blasfemia; el espíritu se ha vuelto un parásito molesto que erradica con óptimos resultados el insecticida de la cuenta corriente; y pensar por uno mismo se ha vuelto una aventura demasiado arriesgada, porque antes de que nos demos cuenta podemos tropezar en un bache y acabar en la carretera del Eje del Mal, que todo el mundo sabe que conduce al infierno, como en aquella canción de AC/DC. En los sesenta, una vieja película de Alfredo Landa proclamaba que Ser hippy una vez al año no hace daño; en la primera década del siglo XXI, ser hippy supone tentar a todas las fuerzas adversas del desencanto y la derrota.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 13 de marzo de 2003