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COLUMNA

Ajustes

La imaginación toca la realidad y ajusta cuentas. No sé exactamente si recoge su fuerza de la necesidad vengativa o de los sueños que regalan una dosis precaria de consuelo. Las cosas que se piensan y se viven al bajar las escaleras ordenan todo lo ocurrido antes de cerrar la puerta. Lo que el estudiante no se atrevió a decirle al profesor, lo que el joven profesor no quiso gritarle al catedrático, lo que el escritor se calló en la mesa redonda gobernada por el crítico redondo, lo que el amante herido guardó en la ciénaga del silencio, estalla al bajar las escaleras. La imaginación cumple la tarea de la segunda oportunidad, del viaje momentáneo por un tiempo que obedece, se comporta como un siervo leal y pone las cosas en su sitio. Uno llega al corazón de los libros cuando comprende su consuelo o su venganza. El escritor pasa de la lectura a los hechos para intervenir en los finales, para hacer que el destino cambie de postura sin necesidad de cerrar la puerta. Mi padre leía en voz alta sus poemas preferidos, versos con planteamiento, nudo y desenlace, con piratas dispuestos a arriesgar la vida en nombre de la libertad, con amantes desengañados que volvían al amor justo antes de que la muerte hiciera imposible un final piadoso. La vida cansa a veces más que el trabajo. Por eso hay un adolescente, en cualquier habitación, en cualquier lugar perdido de la noche, que se sienta y se pone a trabajar para que el hilo de los argumentos sea un látigo privado, la tralla que chasca en la fantasía hasta imponer el ritmo y el sentido de ese galope histórico que suena entre las pezuñas de los acontecimientos.

Cuando resumo ante mis alumnos la biografía de un poeta, apenas reprimo la tentación de inventarme los capítulos de su fatalidad. Federico García Lorca nació en Granada, en junio de 1898, pero no murió en 1936, porque aquí no hubo guerra civil, ni general Queipo de Llano, ni paseos nocturnos por los barrancos, sino una República civilizada a salvo de generales y caciques. Cernuda nunca se sintió desterrado, no tuvo que ampararse en una soledad enfermiza, porque habitó un país en el que la heterodoxia era un sentimiento de libertad más poderoso que la humillación. Los cuerpos fueron cuerpos y alcanzaron a saber que el amor y la amistad no son una mentira, no necesitan del olvido. Y de verdad que se equivoca el que crea que este consuelo imaginativo es una forma de cerrar los ojos, porque la invención de otra realidad nace de los ojos muy abiertos, de los detalles obsesivos del crimen, de la memoria que hace recuento palabra por palabra, gesto por gesto, huella por huella. El tiempo real se paraliza en el vértigo de la imaginación, fija para siempre su luz, su reloj y sus murmullos. Bajo los árboles y las rosas se pudre el abono de los acontecimientos. Dos y dos son cuatro y medio, cinco, el cinco de junio en el que nace un poeta. Un político sin escrúpulos da hoy la orden de matar, de bombardear un país. Mañana habrá un novelista o un poeta que hable de la melancolía del otoño, de las rosas que cubren la tapia de un jardín, del sol que nace después de cada noche de invierno. Y siempre habrá un lector que comprenda lo que hay de consuelo en las hojas de otoño, la necesidad vengativa de una rosa bajo el sol.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 15 de marzo de 2003