Antiguamente, cuando el hombre primitivo apenas intuía su propia inteligencia, harto de esperar justicia invocando un castigo divino, probó a declarar la guerra como último recurso para solucionar sus problemas de convivencia. Ignorante de su capacidad intelectual y del valor de la palabra como medio de entendimiento, este desconfiado indígena liquidaba sus cuestiones instintivamente, cuerpo a cuerpo, arma en ristre y con una violencia casi animal.
La guerra primitiva tuvo tanto éxito que, desde entonces, los hechos más relevantes de la historia de la humanidad se han ido resolviendo gracias a esta sanguinaria ecuación. La guerra moderna ha ganado en popularidad y poder de seducción, y actualmente no hay enfrentamiento armado que se resista a su explosivo desenlace final.
Es de imaginar que en un delirante futuro, cuando la guerra alcance su máxima expresión asesina, la comunidad pondrá fin a tan peregrina costumbre. A partir de entonces, si aún no se ha extinguido la especie, el hombre inteligente aprenderá a respetar a sus iguales, abandonará la idea de una intervención divina y resolverá sus diferencias a través de la palabra.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 15 de marzo de 2003