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COLUMNA

Halcones y balcones

Se equivocó la paloma y fue a posarse en un balcón no autorizado de la plaza Mayor y un halcón uniformado de policía municipal se personó ante los propietarios de la vivienda instando a la retirada inmediata del ave, que no era de pluma, sino de papel, y había sido dibujada por una niña pequeña, sobrina de la inquilina del inmueble. Las palomas llevan siglos equivocándose y así les va, se equivocaron al vivir en las proximidades del hombre y hoy son una especie en vías de exterminación, mientras que los halcones gozan de todo tipo de protección aunque, por el momento, no se encuentren exactamente en vías de extinguirse. Si la niña hubiera dibujado un halcón para el balcón de su tía, el policía municipal no se hubiera personado, pero es que los policías de Madrid han sido advertidos repetidamente sobre el peligro que representan las palomas, a las que un concejal falcónido del Ayuntamiento definió como ratas con alas.

Los guardias actuaban en cumplimiento de una ordenanza dictada en pro de la estética y de la conservación de espacios históricos, artísticos y emblemáticos, una ordenanza que no suele aplicarse cuando en los balcones de los edificios que ocupan esos espacios aparecen carteles de venta de las inmobiliarias o rótulos comerciales. El celo de los munícipes tiene en este caso una doble motivación, por un lado el odio hacia la especie representada, no quieren ver palomas ni en pintura, y por otro el simbolismo otorgado al ave mensajera de la paz que se posó en el Arca de Noé con una rama de olivo en el pico para sellar la tregua entre un dios colérico y sus belicosas criaturas.

Colgar una paloma del balcón es toda una provocación en vísperas de un nuevo e inaplazable diluvio, esta vez de fuego, un desafío para los halcones de la Casa Blanca, de la que las palomas fueron fulminantemente desalojadas hace tiempo, y para los cernícalos que ocupan La Moncloa y el número de 10 de Downing Street, entusiastas compañeros de cacería.

Pero los balcones, ya sean los de la orgullosa plaza Mayor o los de la menor y más humilde calleja de la Villa, son las almenas de ese castillo que cada español construye en su hogar, según reza un conocido tópico que se ejemplariza en la no menos tópica sentencia: "Ésta es mi casa y yo en mi casa hago lo que me da la gana".

En el balcón confluyen el espacio público y privado, es un territorio fronterizo, una atalaya, observatorio, escaparate, parapeto y tribuna. Un viejo demagogo latinoamericano alardeaba en la década de los sesenta de que le bastaba con un balcón para ganar las elecciones y casi siempre acertó. Lucieron siempre los balcones de Madrid, banderas y pendones, mantones y crespones que expresaban el patriotismo, la piedad, o al menos la sumisión patriótica y devota a la autoridad política y eclesiástica, en sus días fastos y nefastos, y cuando las libertades democráticas asomaron de nuevo en los balcones crecieron pancartas junto a los geranios en ocasiones señaladas, pasquines que hablaban de protestas vecinales o de causas sociales, de estruendos de botellón o ruido de sables, pancartas que denunciaban la especulación inmobiliaria o mostraban la solidaridad de los ciudadanos con las víctimas de masacres y atentados.

Los balcones son los ojos de las casas, detrás de sus visillos como párpados se asomaron timídamente generaciones y generacionnes de mujeres enclaustradas, condenadas a ver pasar la vida a través de una rendija bajo el imperio de celosos y recelosos machos de su clan, guardianes del serrallo. Desde los balcones se despidieron del mundo los ancianos y urdieron sus primeras travesuras mundanales los niños. Desde los balcones se lanzaron flores e improperios, vítores y abucheos, todo antes de que se inventara la televisión como una ventana con mejores aunque más engañosas vistas.

Existió, no sé si aún existe, un código de delincuentes y clandestinos que dejaba señales secretas en los tendederos de los balcones; de ahí la expresión "hay ropa tendida". Hoy los guardias miran hacia lo alto y suben a descolgarla para que no exhiba, sin tapujos ni claves, los trapos sucios de sus mandatarios contra vientos de guerra y oscuras mareas.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 19 de marzo de 2003