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COLUMNA

Invasión

Visto con ojos indígenas, la liberación de Irak por parte de las tropas aliadas es una invasión extraterreste. Para un pueblo sometido y bloqueado, con más convicciones que conocimientos y sin demasiados vínculos con el exterior, ni siquiera audiovisuales, la tecnología bélica norteamericana e inglesa (de la que los marines y las ratas del desierto sólo son el apéndice biológico que las impulsa) simplemente no es de este mundo. Se trata de una ocupación de seres procedentes del lado oscuro de la galaxia con armamento de gran sofisticación cuyo único propósito es el exterminio. A pesar de que el objetivo de las tropas aliadas, al margen de otras prioridades políticas evidentes, también es librar a Irak de un carnicero estalinista para sembrar las bases de la modernización en el desierto, esa intención es percibida como un anzuelo propagandístico envenenado en gran parte de las tribus iraquíes. No es ninguna novedad que los sustratos populares sientan rechazo hacia cualquier tipo de invasor, aunque la consecuencia de ese conflicto sea en última instancia el progreso. La historia está llena de ejemplos en ese sentido. Agustina de Aragón o el Palleter, que fueron, cada uno en su género, dos tipos palurdos e integristas, son aún sentidos como héroes por parte del pueblo, disponen de réplicas en mármol y tienen calles a su nombre como cualquier premio Nobel. Sin embargo, casi nadie retiene el nombre de los afrancesados como Urquijo o Cabarrús, cuyo compromiso con la invasión francesa no fue otro que la revitalización mental de España y su modernización, desde los principios de la ilustración. Han quedado sepultados bajo el insulto de afrancesados, que es sinónimo de agente del enemigo, traidor a las esencias de la patria, herético y masón. La masa siempre ha preferido un Curro Jiménez con la faca llena de muescas por los invasores rajados a cualquier Cabarrús, por mucho que hubiese creado el Banco Nacional de San Carlos. Lo que resulta inexplicable es que a nadie de la multidisciplinar oficina aérea de Donald Rumsfeld se le haya ocurrido tener en cuenta la historia y confiase en que el pueblo iraquí iba a aclamar a un ejército no ya de invasores terrestres sino de marcianos.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 29 de marzo de 2003